En la noche
El premio nacional de Literatura aterrizó a salvo en Juan Fernández, junto a su esposa, Paulina Wendt, 20 minutos antes que el avión siniestrado. Acá relata lo que vivió como testigo en medio de la tragedia.
por Raúl Zurita
Llegamos exhaustos y empapados. La gerenta del hermoso hotel que Mathias Klotz ha diseñado sobre lo que sobrevivió del antiguo, arrasado en gran parte por el maremoto, nos recibe con simpatía y calidez. Es una mujer joven, muy bella, que espera un hijo. Es la primera vez que estoy en la isla Juan Fernández. El mismo Mathias me ha propuesto escribir un libro sobre la isla y publicarlo con el registro fotográfico de José Antonio de Pablo. Las fotografías son extraordinarias y pensé que al menos podría intentarlo. Observo la isla mientras el avión se acerca en medio de fortísimas turbulencias y es un encuentro inmediato, total.
La belleza de la isla Juan Fernández es pasmosa, la sucesión de sus acantilados cortados como a hachazos posee una fuerza devastada que quita el aliento. El avión se inclina de lado abruptamente, como arrastrado por el viento, y desde la ventanilla sólo se ve el mar acercándose vertiginosamente. Un instante después vuelve a enderezarse y el aterrizaje es corto, preciso. Detrás viene un avión de la Fach. Nicolás Vidal, el piloto que nos trajo, nos explica que la única forma de aterrizar es dejarse llevar por el viento y enfilar el avión en el último segundo.
Es un aeródromo minúsculo, muy estrecho, sin torre de control, flanqueado por los enormes acantilados que caen en el Pacífico. Descendemos hasta bahía Padre. Nuevamente, el paisaje es de una intensidad sobrecogedora. Infinidades de lobos marinos parecen danzar en la marejada que es fortísima y las sucesivas rompientes barren el muelle.
Los botes de los pescadores que nos llevarán al hotel esperan mar adentro, desapareciendo y emergiendo en el vaivén gigantesco de las olas. Es una travesía de dos horas en un mar feroz, son cordilleras de agua que se nos vienen encima unas tras otras y el bote se inclina como si estuviera a punto de volcarse, y luego cae en un abismo de espumas del que emergemos al cabo de un tiempo que se hace eterno.
Pienso que es muy fácil ser arrastrado por una cascada de agua. Sé que mi mujer se marea, y mientras vomita me aterra que ella pueda caerse al mar. No siento el más mínimo temor por mí, pero la imagen de ella desapareciendo me aterra y trato torpemente de sujetarla.
Alguien dice que el avión que nos cruza por lo alto es el de la Fach. Ya en el hotel nos informan que su rastro se ha perdido. En él viajan 21 personas y entre ellas el hermano y la cuñada de la gerenta del hotel que nos ha recibido. Tienen tres hijos pequeños que se han quedado en Santiago. Las condiciones extremas del mar hacen que la capitanía naval cierre los muelles, pero los pescadores hacen caso omiso y salen a buscar a los sobrevivientes. Mathias Klotz parte a bahía Cumberland. Lo veo llegar al otro día, ha pasado toda la noche en uno de los zodiac del hotel en el medio del mar, en la oscuridad, buscando con los pescadores, como uno más entre ellos.
Me digo que estoy allí porque él me había propuesto escribir un libro sobre la isla. Lo haré. He estado en Juan Fernández sólo 24 horas, pero quienes lo lean creerán que he estado 24 años, es una deuda con esos pescadores y con Mathias, un tipo de los que hay pocos. Un helicóptero nos transporta hasta el aeródromo. El vuelo de regreso es tranquilo. La gerenta del hotel va entre nosotros, espera su primer hijo, que ahora serán cuatro. Nos dice con sencillez que ella se hará cargo de los tres hijos de su hermano.
Saludos
Rodrigo González Fernández
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