(18-06-2007) Los grupos de presión, conocidos por su vocablo en inglés lobby, están en pie de guerra en la Unión Europea. El objetivo a batir, esta vez de manera conjunta, es la decisión de Siim Kallas, vicepresidente de la Comisión Europea (CE) y responsable de Administración y Lucha Contra el Fraude, de crear un registro con el nombre y objetivos de la pléyade de lobbistas que deambula por los pasillos de la institución comunitaria para defender intereses empresariales. Esos lobbistas parecen disfrutar desde hace 50 años de una llave maestra para acceder a los conciliábulos comunitarios donde, a menudo a puerta cerrada, se pergeña hasta el 70% de la legislación de los países de la UE, entre ellos, España. Hasta hace poco, los usuarios de esa privilegiada ganzúa preferían mantener el anonimato. Y en el sigilo de sus gestiones cifraban las esperanzas de conseguir su objetivo: marcar la agenda de la Unión Europea. En los últimos años, los propios grupos de presión han aumentado de manera voluntaria su visibilidad y la palabra lobby, al menos en Bruselas, ha dejado de evocar siniestros movimientos casi en la clandestinidad. Pero los restos de la opaca muralla que rodean todavía esta labor pueden saltar por los aires gracias a la polémica iniciativa de Kallas. El comisario quiere que los lobbies detallen en el registro público el origen de su financiación y el porcentaje de negocio que suponen sus principales clientes. La declaración, insiste el departamento de Kallas, sería de carácter voluntario. Pero nadie ignora que los grupos de presión que se resistan a tragar esta enorme cucharada de transparencia pueden acabar convirtiéndose en los parias de Bruselas. Y ser condenados al escenario más temible para un lobbista: la antesala de un despacho cuya puerta no se abre porque el político o el alto funcionario que trabaja detrás no se fía de la reputación del visitante.
Las principales asociaciones de lobbistas que actúan en Bruselas consideran desproporcionada la medida y cuestionan incluso que exista el problema de opacidad que se pretende resolver. Todas ellas operan bajo códigos de conducta (recientemente unificados) que obligan a los afiliados a identificarse y a declarar el interés que representan. Esta medida, en teoría, debería bastar para calmar la ansiedad que las tareas de lobby generan entre algunos ciudadanos. Pero la CE ya no se conforma con ese grado de autorregulación. Primero, porque no cubre a la diversidad de grupos (desde despachos de abogados a think tanks) que en la actualidad ejercen algún tipo de presión sobre las autoridades públicas. En segundo lugar, porque desde que entraron en vigor los códigos de conducta no hay constancia de que se haya impuesto ningún tipo de sanción por su violación. Y por último, pero igual de importante, porque la imagen del lobby sigue inquietando en círculos académicos, mediáticos y entre la opinión pública en general. La impresión más difundida, sea correcta o no, coincide con el título del cómic editado por el Parlamento Europeo sobre el ambiente de sus propios pasillos: Aguas turbias, se titula significativamente la obra dibujada por Dominique David, con guión de Cristina Cuadra y Rudi Miel. Bruselas cree que la turbiedad no ha llegado tan lejos como en Washington, donde la calle K, guarida de los grandes lobbistas estadounidenses, ha visto recientemente cómo uno de sus vecinos más prominentes, Jack Abramoff, era condenado a casi seis años de cárcel por corrupción y soborno a funcionarios. Pero la CE quiere tomar medidas preventivas y depurar, llegado el caso, la presencia de elementos sospechosos en el fluido cauce del tráfico de influencias. Las medidas propuestas por Kallas parecen adecuadas para conseguirlo. La opinión pública tiene derecho a conocer quién mueve los hilos en una capital como Bruselas cuyas decisiones repercuten en la vida diaria de casi 500 millones de personas. La ausencia en Europa de escándalos como el de Abramoff, además, no es una prueba fehaciente de que no existan corruptelas similares. Y la CE teme, con razón, que la aparición de un caso similar 'sería catastrófica' para unos organismos como los comunitarios que ya adolecen de una evidente falta de legitimidad democrática. Los grupos de presión europeos ya han proclamado que el registro de Kallas amenaza la viabilidad del sector. Pero EE UU, paraíso lobbista por excelencia, impone desde hace años unas normas mucho más rigurosas (con detalle de facturación, cliente por cliente) sin que los locales de la calle K se hayan quedado sin inquilinos. Si acaso, cabría reprochar a la Comisión que su iniciativa no vaya suficientemente lejos y deje todavía demasiadas áreas en penumbra. Por lo pronto, la CE debería clarificar sus propias normas sobre interrelación entre actividad pública e intereses privados. En ese terreno, la Comisión que preside José Manuel Barroso y en la que Kallas ocupa la vicepresidencia ha llegado a extremos desconocidos. El titular de Salud y Protección al Consumidor, Markos Kyprianou, por ejemplo, no dudó el pasado noviembre en convertir la sala de prensa de la Comisión en un homenaje a empresas como McDonalds o Coca-Cola por sus supuestos esfuerzos para combatir la obesidad en Europa. La iniciativa escandalizó a la Asociación de Prensa Internacional (API), que protestó oficialmente ante el organismo. La mezcolanza puede ir a más ahora que los lobbies tienden a camuflar sus campañas de presión como plataformas en las que participan desde las principales compañías de un sector hasta las organizaciones de consumidores. Y la CE suele sumarse encantada a esas iniciativas. Bruselas tampoco dispone de normas claras sobre la diferencia entre la defensa de intereses y la actividad política. Numerosas organizaciones no gubernamentales cruzan casi a diario la frontera sin que las instituciones comunitarias planteen ninguna objeción. Todo lo contrario. La Comisión financia a organizaciones cuya actividad casi exclusiva consiste en hacer lobby... ante la propia Comisión Europea. En EE UU, esa retroalimentación está expresamente prohibida. Las tinieblas envuelven también la identidad de los expertos que asesoran a los comisarios. En marzo de este año, la CE se vio obligada a publicar el nombre de 55 de ellos después de que Corporate Europe Observatory (CEO), un grupo independiente que escruta la gobernanza de empresas e instituciones, denunciase que uno de los asesores del comisario de Energía dirigía una consultora especializada en defender los intereses de compañías energéticas. Si la CE acaba con estos cabildeos tendrá más autoridad moral para exigir transparencia a los lobbies.
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Rodrigo González Fernández
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