La extraña muerte del conservadurismo norteamericano
- Sam Tanenhaus, el editor de la muy progre New York Times Review of Books, acaba de publicar un libro de título aparentemente provocador: The Death of Conservatism.
Y digo aparentemente porque, tras más de medio siglo decretando la extinción del movimiento conservador en Estados Unidos, la tesis ya no escandaliza a nadie: los progres deben pensar que a ver si ésta es la buena, mientras que los conservadores no pueden evitar esbozar una sonrisa pícara ante el enésimo entierro de un muerto que da unas muestras de vitalidad que para sí quisieran muchos vivos. Por poner varios ejemplos, Raymond English, en los años 50 del siglo pasado ya hablaba en un artículo de "Conservatism: The Forbidden Faith", y una década después Clinton Rossiter insistía en la imposibilidad de que el pensamiento conservador cuajara en la revolucionaria América. Transcurrido medio siglo, la cantinela es la misma, pero los hechos, hoy como ayer, desmienten a estos profetas. No obstante, perderíamos una magnífica oportunidad para reflexionar acerca de los retos que tienen ante sí los conservadores si pasáramos por alto algunos de los aspectos que la tan cacareada imposibilidad o desaparición del conservadurismo ponen de relieve.
Porque es cierto que no siempre hubo la preponderancia de las ideas conservadoras a la que hemos asistido a lo largo de las últimas décadas: el inicio del siglo XX, las dos guerras mundiales, el crack del 29 y el New Deal, fueron configurando un ambiente en el que los principios conservadores quedaban reducidos a la marginalidad. Además, la interpretación histórica liberal de la independencia norteamericana parecía configurar un ADN revolucionario de los Estados Unidos, que tendrían como una especie de anticuerpos contra todo lo que oliese a conservador. En este sentido, la obra de Russell Kirk, mostrando una tradición conservadora anglosajona a ambos lados del Atlántico y, aún más, su visión de la independencia norteamericana como un suceso primordialmente antirrevolucionario y conservador ante un rey innovador y poco respetuoso de las tradiciones, fueron decisivos para dotar de legitimidad social al naciente movimiento conservador.
Las barreras al avance conservador no acabaron aquí; los conservadores han debido enfrentarse a los reiterados intentos por parte de la izquierda de marcar el terreno de juego, algo que Tanenhaus también intenta cuando define conservadores aceptables y conservadores inaceptables. Dicho de modo simple: habría un conservadurismo aceptable, a saber, aquel que aspira a conservar los logros izquierdistas; en cambio, los conservadores que aspiran a rectificar las políticas impulsadas desde la izquierda serían unos peligrosos radicales de derechas. De este modo, los conservadores deben enfrentarse a una difícil elección: o bien aceptar la hegemonía izquierdista (postura que aunque intelectualmente parezca poco atractiva, en la realidad es sumamente tentadora por lo que tiene de comodidad e incluso de bienestar al querer jugar el papel de rival amable y perdedor) o bien soportar el sambenito de ser un radical condenado a la marginalidad.
Esta falsa alternativa, a la que en cierta medida se están enfrentando los conservadores hoy en día, ya fue afrontada en los inicios del movimiento conservador norteamericano. Russel Kirk, Barry Goldwater, Bill Buckley o Ronald Reagan, por citar a algunos de los más renombrados, no aceptaron la hegemonía izquierdista ni intentaron pasar por chicos agradables ante el establishment. Se limitaron a aceptar que algunos los tildarían de marginales, y se centraron en lo que pensaban que podía cambiar el rumbo del país: revivieron una tradición, crearon un movimiento y, finalmente, ganaron elecciones y, lo que es más importante, transformaron el clima intelectual y político del país. El reto al que nos enfrentamos hoy no es muy diferente.
El libro de Tanenhaus sostiene que el movimiento conservador colapsó durante la presidencia de George W. Bush y que la victoria de Obama anuncia un nuevo siglo de hegemonía progresista en Estados Unidos. No quedan claras las causas del colapso, aunque parece que lo atribuye a un exceso de celo, a una ortodoxia conservadora que se ha ido alejando del sentir general de los norteamericanos. Y a pesar de que las argumentaciones del autor son confusas, no podemos negar que algo se torció durante la era Bush y que el intento de articular un conservadurismo compatible con un gran y creciente Estado no ha funcionado. La votación, por parte de los representantes republicanos, del primer millonario rescate bancario simboliza el punto final de un experimento fallido. En algo estamos de acuerdo con Tanenhaus: lo más probable es que el movimiento conservador del futuro apueste de nuevo por la confianza en las personas, apueste más por la libertad y desconfíe más de las injerencias estatales. En este sentido, es previsible que el conservadurismo compasivo de Bush haya muerto, pero el conservadurismo aún va a dar mucha guerra.
Tanenhaus, en su intento de ayudar a los conservadores a recuperar el terreno perdido (desconfía siempre de los consejos del enemigo), cae en una interpretación simplona y distorsionada de Burke al afirmar que el gran tratadista inglés no era un doctrinario, sino que animaba a adaptarse a las condiciones sociales y políticas cambiantes. Una simple lectura de sus obras o una revisión a su biografía bastan para que cualquiera entienda que Burke no defiende la sumisión de los principios ante los hechos consumados impulsados por sus enemigos, sino una mirada atenta a la realidad, alejada de apriorismos ideológicos, lo que no se parece en nada a lo sugerido en el libro. La lectura que Tanenhaus hace de Burke es como si alguien sostuviera que Aristóteles, al tratar de la prudencia, recomienda huir del enfrentamiento siempre y en todo lugar. A veces será necesario huir, pero la prudencia no es esto, sino elegir lo conveniente en cada caso, y en consecuencia, a veces, luchar.
En definitiva, los conservadores deben redescubrir de nuevo su tradición para extraer de ella las propuestas que tanto necesitan sus compatriotas para salir del atolladero en que está Estados Unidos en la actualidad, pero para que este ejercicio sea fructífero harán bien en no aceptar las reglas del juego que sus adversarios políticos quieren marcarles. Son los mismos conservadores quienes deben redefinir su discurso, y de hecho ya lo están haciendo. Y esto es de aplicación no sólo para Estados Unidos, sino para los conservadores de cualquier rincón del mundo.
Recuerdo un libro que, a finales de los 80 regalaban en El Corte Inglés al efectuar una compra superior a determinada cantidad titulado "Profecías hasta el año 2000″. Ya en su momento me pareció un disparate de cabo a rabo, pero decidí guardarlo hasta el año señalado: no dio una, ni siquiera si le damos 10 años más de propina; ni un solo acierto. Con el libro de Tanenhaus no hay que esperar dos décadas, la rapidez de nuestro mundo es, en ocasiones, cruel: originado a partir de un artículo de éxito publicado en The New Republic, el tiempo transcurrido mientras iba transformándose en libro ha provocado que se publique cuando la popularidad de Obama baja cada día, su gobierno se encuentra cada vez más estancado y, por el contrario, los conservadores están recuperando la iniciativa como se ha podido comprobar con los multitudinarios "tea parties" y la oposición al Obamacare. Mal negocio éste de enterrador de vivos.
Sam Tanenhaus: The Death of Conservatism. New York: Random House, 2009, 144 páginas
CONSULTEN, ESCRIBAN OPINEN LIBREMENTE
Saludos
RODRIGO GONZALEZ FERNANDEZ
DIPLOMADO EN RSE DE LA ONU
DIPLOMADO EN GESTION DEL CONOCIMIMIENTO DE ONU
Renato Sánchez 3586, of 10 teléfono: 56-2451113
Celular: 93934521
SANTIAGO-CHILE
Solicite nuestros cursos y asesoría en Responsabilidad social empresarial-Lobby corporativo-Energías renovables. Calentamiento Global- Gestión del conocimiento-LIderazgo
No hay comentarios.:
Publicar un comentario