El mejor lugar para reconocer a una afectada es la cocina. Es la única persona que corta medio tomate y guarda la otra mitad en un tapercito adentro de la heladera, le pone un broche al paquete de yerba, usa una bandita elástica para cerrar el paquete de galletitas y huele absolutamente todo lo que va a comer.
Además, revisa puntillosamente la fecha de vencimiento de todos los productos, va al supermercado con una lista, descarga los productos en orden sobre la cinta de la caja registradora (primero carnes y lacteos, luego verdulería, después perecederos, bebidas y limpieza) y pone los pollos y las bandejitas de carne en otra bolsita de nylon de la verdulería para evitar que alguna gota de sangre salpique la mercadería.
La afectada nunca cocina sin receta. Es incapaz de innovar o modificar la los condimentos de acuerdo a su gusto personal. No improvisa ni una ensalada. Su cocina se parece a una gran cadena de franquicias: es siempre la misma tarta, con la misma cantidad de queso y el tomate puesto en el mismo lugar. Si aprendió a hacer un plato que lleva doscientos setenta y cinco gramos de queso rallado y sólo tiene doscientos cincuenta, el menú se frustra hasta nuevo aviso.
Pero aparte de obsesiva, la afectada es supersticiosa y obediente como un empleado estatal. Tanto, que es la última mujer del mundo que todavía cumple con ciertos mitos de la gastronomía hogareña. Es la única que pone a leudar una masa todo el tiempo que indica la receta, la que deja en remojo las legumbres durante toda la noche (los demás nos olvidamos y las cocemos directamente o las ponemos en agua dos horas antes), la que espera que una torta se enfríe para probarla (las personas normales le cortamos un pedacito apenas sale del horno, nos quemamos vivas, la destrozamos y después la emparchamos con relleno), la que cree que hay bolsas especiales para freezer, y la típica ama de casa que trasvasa fideos, arroz y azúcar en frascos individuales que vuelve a llenar con el paquete original a medida que va consumiendo el contenido.
Por otro lado, la afectada lee las etiquetas de lavado de todas las prendas, refuerza la costura de los botones antes de que se caigan, repone el cepillo de dientes cada seis meses, jamás se sienta en un inodoro ajeno (incluso abre la puerta con papel higiénico en la mano), lee el manual de instrucciones antes de armar un mueble y todas las noches gira la almohada una veintena de veces hasta encontrar la mejor posición.
Cree en las ceramidas, en la placenta de tortuga, en los oligoelementos, en los productos fortificados con hierro, en el triángulo de las bermudas, en San Expedito, en las propiedades sanadoras del germen de trigo, la fórmula secreta de coca cola, y en todo lo que dicen en la televisión.
En la escuela secundaria, es muy fácil reconocer a la afectada porque tiene colores para subrayar y siempre sabe qué hay que hacer para el otro día. Pero desgraciadamente para ella, sus rituales no se mezclan nunca con la inteligencia. De hecho, en la mayoría de los casos es una burra infernal que memoriza las lecciones como un grabador de mano y pregunta por las dudas, para estar segura cuarenta veces por clase si ese tema va a estar en el examen, si es lo mismo comprar flauta Melos que Yamaha, y si puede usar el manual de geografía que usó su hermana el año anterior.
En la universidad, la afectada toma minuciosos y estériles apuntes de obsesiva. No escribe palabras clave ni hace cuadritos con flechas. Como una secretaria antigua, copia hasta el último artículo y la última conjunción de la lección. Es la víctima número uno de los rumores académicos sobre profesores incorruptibles y burocracia descabellada sobre el porcentaje de asistencia y otras pavadas. Se cree todo. Si le dicen que no puede entrar pasados cinco minutos de clase, piensa que de verdad le van a cerrar la puerta.
Cuando tiene un hijo, la afectada no hace nada que no haya dicho el pediatra. Lo llama cuarenta veces por día para preguntarle si puede reemplazar la zanahoria con zapallo, la manzana por banana o el yogur de vainilla por uno sin sabor. Sin embargo, su taradez no está asociada a un trastorno obsesivo. No se enferma de angustia si el nene tiene tos o llora por la noche. Simplemente no sabe ni puede imaginarse qué hacer para curarlo. No entiende. No sabe en dónde buscar. Se queda clavada en el piso.
Cada vez que sucede algo nuevo, la afectada se para como un juguete sin pilas. Para ella, todo lo que no tenga instrucciones es un agujero negro. Cada suceso, cada noticia, cada variación, es como una angustiosa caja de sorpresas que hay que mantener cerrada a cualquier precio. No vaya a ser cosa de que se abra y ella no tenga ni un tapercito, ni un broche, ni una gomita, ni una bolsita de freezer, para meterlo todo adentro de nuevo.
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Saludos
Rodrigo González Fernández
Diplomado en RSE de la ONU
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