En los pasados meses la sociedad chilena ha sido sacudida por un movimiento de protesta contra el sistema universitario actual. Algunas de las cosas que se han dicho son más o menos razonables. Así, por ejemplo, parece cierto que debería mejorarse el sistema de financiamiento de los estudios superiores, de modo que estudiantes talentosos y meritorios puedan acceder a ellos sin hipotecar su futuro. También parece cierto que algunas instituciones universitarias deberían fortalecer su perfil académico y no funcionar con criterios demasiado exclusivamente comerciales. Incluso es cierto que debería existir algún tipo de control sobre la formación profesional que se da en las diversas instituciones, tanto para la protección del público que recibirá los servicios de los futuros profesionales, como para la protección de los jóvenes que buscan obtener una verdadera formación.
Sin embargo, hay aspectos del problema universitario que han aparecido poco en el debate. Así, por ejemplo, aunque se ha hablado mucho de la "equidad", se ha hablado poco de cuál sea la misión propia de las instituciones universitarias. Aunque se ha hablado mucho de la "inclusión", nada se ha dicho de las implicaciones de la autonomía universitaria. Aunque se ha hablado del control, poco se ha dicho sobre la subsidiaridad o el derecho de asociación. Aunque se ha hablado hasta de la "opción preferencial [de la Iglesia] por los pobres", poco se ha dicho sobre la función específica que tiene, por ejemplo, una universidad católica. Con todas estas omisiones graves se ha preparado retóricamente el terreno para que la audiencia chilena acepte (1) que sólo las instituciones públicas puedan recibir financiamiento público; (2) que el Estado, por medio de una Secretaría de Educación Superior, asuma competencias que entrañan el riesgo de limitar la búsqueda libre de la verdad y las libertades de pensamiento o de religión; (3) la tesis napoleónica, hegeliana o marxista del "Estado docente"; y (4) que la universidad sirve principalmente a un fin pragmático de servicio directo a los pobres, destruyendo así la esencia misma de la institución. En este último punto, el debate ha caído bastante bajo, si se considera la altura que le dio Andrés Bello en el discurso inaugural de la Universidad de Chile en 1843. Me he propuesto hoy llamar sencillamente la atención sobre algunos de los puntos omitidos en el debate, con la esperanza de ampliar la perspectiva desde la cual se juzgue la coyuntura actual.
Desde que se escribió la Politica conocen los verdaderos filósofos prácticos que es esencial a la sociedad el estar compuesta de partes heterogéneas. No puede una ciudad o un Estado sanos imponer un único éthos a todas sus partes, sin desnaturalizarse. Entre el individuo y el todo político hay un conjunto de instituciones intermedias que enriquecen la vida común y que aportan de modos diversos al bien del conjunto. El todo no es una familia, sino que incluye en sí una multitud de familias; no es una empresa o taller o hacienda, sino que incluye en sí una multitud de empresas o talleres o haciendas; no es una escuela, sino que incluye en sí multitud de escuelas; no es una universidad, sino que las instituciones universitarias encarnan allí principalmente la búsqueda sapiencial de la verdad, teórica y práctica. Por esta razón, la universidad pública no puede ser el modelo de una sociedad justa, pues el éthos de la universidad es muy diferente al éthos del todo político, y la autoridad en su seno debe seguir principios muy peculiares, independientes del régimen político. La universidad privada con mucha más razón ha de tener un éthos peculiar, sobre todo si se ha fundado para transmitir un tipo de formación que no puede imponerse desde los órganos del gobierno político en una sociedad no confesional. Esta máxima aristotélica sobre la necesidad de preservar lo diverso en lo uno ha sido expresada en tiempos modernos por el llamado principio de subsidiaridad. Alexis de Tocqueville observó su efecto benéfico en la vida de los Estados Unidos; Friedrich Hayek, desde su limitada perspectiva, destacó su importancia; muchas constituciones lo han consagrado de varios modos, incluyendo el reconocimiento del derecho de asociación; y la Iglesia lo ha proclamado a los cuatro vientos. Sin embargo, la ideología dominante en la llamada "Ilustración" lo rechazó, dejando cabida sólo para el individuo, el mercado y el Estado. Tendencias semejantes se hallan en el hegelianismo, con su divinización del Estado; y en el marxismo, con su absolutización del mismo Estado (aunque sea proclamando que se quiere abolir su "carácter político" y reducirlo a un "mero" superintendente de la producción). Inglaterra, por su parte y sin embargo, durante el siglo XIX resistió ese movimiento esclavizador, y mantuvo la peculiaridad e independencia de sus principales insituciones universitarias, como atestigua John Henry Newman en los discursos VI y VII de su obra The Idea of a University.
La Universidad en general no es una institución que se ordene a vencer la pobreza, sino a encarnar la sabiduría y a formar estudiantes. Por esta razón ha de ser libre frente a los poderes establecidos, sean éstos políticos o económicos. Sócrates, el fundador de la libertad académica, dijo a los atenienses: "hay que obedecer al dios antes que a vosotros", y Aristóteles estableció que el gobierno, la prudencia política, no puede pretender gobernar sobre la sabiduría, como los hombres no pueden gobernar sobre los dioses. En su origen cristiano latino, la Universidad fue autónoma, y también lo fue en la América española. Durante el siglo XIX en muchos países iberoamericanos muchas instituciones perdieron esa autonomía por influencia napoleónica, pero fue recuperada en el siglo XX gracias a la Revolución de Córdoba. El "Che" Guevara combatió y asesinó esta autonomía en Cuba, como Lenin y Stalin lo hicieron en la Unión Soviética o Hitler y Göbbels en la Alemania Nazi. La autonomía universitaria constituye uno de los bienes primordiales de una sociedad bien ordenada que ha llegado al cultivo de la ciencia y la sabiduría, y sus opositores son los amigos de la tiranía totalitaria o quienes ignoran el tema.
Ahora bien, la autonomía universitaria incluye la libre elección de los miembros del claustro. Por esto, promover un sistema de admisión nacional, controlado por un órgano distinto de las propias universidades, es promover un asalto contra ella. La autonomía universitaria supone que son las propias universidades quienes deben juzgar sobre el orden de los estudios, su contenido y su calidad. Por esto, promover sistemas centralizados de "acreditación" y hacer depender de ellos el funcionamiento de las instituciones es promover, quizá sin saberlo, un asalto a la autonomía universitaria. Por lo mismo es peligroso aumentar las facultades de vigilancia del Ministerio de Educación sobre las universidades, si no se hace con tino.
Sin duda, una sociedad bien ordenada debe atender a las necesidades de los miembros más desvalidos. Pero esto no quiere decir que la universidad deba convertirse en una oficina de beneficencia. En la sociedad política hay multitud de instituciones y cada una cumple una función diferente. Muchos de los principales pensadores de la "Ilustración", por una parte, y el marxismo, por otra, tienen en común una visión materialista y utilitaria que se extiende a los estudios universitarios. Los escritos lockeanos sobre la educación llaman a excluir de la enseñanza todas esas disciplinas que para Marx son "fantasmagorías del cerebro", para promover sólo los "estudios úlites". Para abreviar mi argumento en este punto sólo aludiré a lo que muestra John Henry Newman en su discurso VII de The Idea of a University: el cultivo del intelecto es un bien en sí mismo, pero, como todo bien, también éste es difusivo, fecundo en bien. Por lo mismo es útil, tanto para el hombre como para la sociedad. Citando a Copleston y a Davison, nos dice el Beato Cardenal, (a) que la Universidad debe impartir, además de la educación profesional, una "educación liberal", que es auténtico y preciso remedio para los obvios males que podría traer la necesaria división del trabajo [, y que Marx dice en algún pasaje querer remediar por medio de una apelación a la utopía]; y (b) que el bien público y privado se conectan con una capacidad de juzgar y de distinguir lo verdadero de lo falso –necesaria para cualquier actividad, profesional, política o científica–, que se adquiere en buena medida gracias a esa educación liberal, donde se enseñe a los clásicos, la historia, la poesía y la filosofía. Tiene razón Newman, y sólo una élite que quiera esclavizar a las masas, añado yo, puede gritar a voces que esta capacidad de juicio y de auto-posesión se opone al interés público o es demasiado cara.
Por otra parte, es justo que los ciudadanos puedan asociarse para promover una particular visión del mundo, siempre que ésta no se encuentre en directo e injusto conflicto con el orden público. Sin este derecho, no habría libertad de pensamiento ni de religión, sino que los individuos desnudos se hallarían a merced del todopoderoso Estado. Por ello es justo que existan universidades privadas, y que ellas cobren arancel y matrícula conforme a lo que cueste mantener esas instituciones, al servicio que prestan, etc. Por supuesto que ellas realizarán mejor su propia esencia en la medida en que se acerquen a un "tipo" en el que se cultiva la sabiduría y no la sofística, se sirve a la verdad y no a mammona, etc. Por supuesto, también, que si esas instituciones imparten instrucción profesional existe un interés del público en que la instrucción se ajuste a determinados cánones. Existe también un interés de los postulantes y alumnos en que se asegure la continuidad de la enseñanza y un mínimo de calidad. Sin embargo, el modo como se custodie estos intereses del público y de los alumnos ha de respetar exquisitamente el principio de la autonomía universitaria, en particular frente al gobierno. Por esto sería mejor, quizá, que se encargara a los colegios profesionales, por ejemplo, la custodia de estos aspectos, y no al Ministro de Educación ni a una Secretaría del Ministerio ni a una oficina de acreditación.
Un punto que debo destacar entre paréntesis es que el sistema de educación superior chileno, como el de tantos otros países, ha avanzado mucho por el camino de la supresión de la verdadera libertad académica. Uno de los rasgos en que esto se nota es que no puede fundarse una escuela de filosofía que dé grados académicos válidos si no está incluida en el seno de una universidad que ofrezca una multitud de programas y que, en consecuencia, cuente con recursos que normalmente no tienen los filósofos. No se ve qué fin justo puede proteger una prohibición como ésta, pero sí se entiende de inmediato que lesiona gravemente la libertad de pensamiento.
Otro aspecto que interesa mucho no dejar de lado es que si la institución que promueve una universidad es la Iglesia Católica, entonces esa universidad debe ceñirse a las leyes de la Iglesia (en particular a las disposiciones de Ex Corde Ecclesiae) y a sus líneas de autoridad, tal como fueron fundadas por Cristo y como son desarrolladas por el Derecho canónico. No quiero en este momento extenderme en este punto. En cambio, sí me parece necesario atender a otro: qué signifique que la Iglesia deba hacer una "opción preferencial por los pobres", y qué repercusión pueda tener esa opción en la universidad.
La Iglesia es una sociedad sobrenatural que encierra en sí multitud de carismas y de instituciones. Gracias a Dios ha sido desde el comienzo la gran promotora, no sólo de la caridad entre los hombres, sino, además, de la libertad académica y del saber. Ella entendió desde muy temprano que la contemplación y el servicio de la verdad valen por sí mismos y se encuentran por encima de cualquier fin pragmático. En esto fue fiel a la enseñanza de su Divino Fundador, que declaró, en efecto, que vino al mundo "a dar testimonio de la verdad". Además, cuando Marta pidió a Cristo que ordenara a María que la ayudara con el servicio, Él respondió que la contemplación de María era el centro de la vida cristiana: "Marta, Marta, tú te inquietas y te afanas por muchas cosas, pero sólo una es necesaria. María ha escogido la mejor parte, y no le será quitada". Él mismo ordenó que buscáramos primero "el Reino de Dios y su justicia", pues todo lo demás se nos daría por añadidura, y dejó claro que el Reino "no es de este mundo". Siendo Dios, se opuso a que lo proclamaran rey; y, tras haber mostrado su poder para poner fin al hambre del mundo, nos hizo ver que no hemos de trabajar sólo por el alimento que perece, sino por el que permanece hasta la vida eterna. Por esto, cuando, más tarde, después de la Ascensión, la Iglesia comenzó a ejercer su obra de caridad, tomando a su cuidado preferencialmente a los desvalidos, y cuando esta tarea se hizo más difícil, los Apóstoles declararon que no era justo que ellos descuidaran el servicio de la Palabra de Dios por el servicio de las mesas de las viudas y los pobres, y por eso nombraron a los siete primeros diáconos: el centro de la vida de la Iglesia es el cuidado de la Palabra, de la verdad, y el culto divino, pero en el cuidado del prójimo que emana de ese centro la Iglesia se ocupa de los pobres de modo preferente, sin prescribir por ello una ruptura del orden natural (un padre, por ejemplo, debe cuidar primero de sus hijos). La prioridad del culto divino se ve confirmada con fuerza por otro pasaje de la Escritura: cuando la mujer rompió el frasco de alabastro con el costoso perfume que contenía para ungir los pies de Cristo, Judas fingió indignación por este "despilfarro" y adujo que se habría podido obtener el salario de un año con la venta del perfume y dárselo a los pobres, Jesús replicó que ella había hecho una cosa buena [y Juan apuntó que Judas dijo lo que dijo no porque se cuidara de los pobres, sino porque él llevaba la bolsa y robaba lo que caía en ella] (Juan 12, 1-8; y Mateo 26, 10).
Puede entenderse así la presencia de ánimo del Papa Gregorio Magno, quien, en medio de los más grandes desastres, desde la atalaya donde posa su pie quien tiene su pensamiento en una verdadera escatología transhistótica, tuvo la visión de promover el que san Benito y sus monjes se dedicaran al cultivo de la contemplación: Dios premió esa búsqueda del Reino con todos los demás bienes, como ha mostrado Toynbee. Uno de esos bienes fue que varios siglos después pudieron surgir las universidades, donde la gracia sanó y elevó la naturaleza. En efecto, las instituciones académicas de la Cristiandad Latina, con su autonomía y su libre búsqueda de la verdad, se asemejaban a las instituciones que por primera vez fundaron los griegos, y que fueron recibidas en el mundo islámico, pero las sobrepasaron en todo: la teología y la filosofía, la física y la astronomía, la biología y todas las las ciencias mal llamadas "modernas", hallaron allí su cúspide y se propagaron por América y otras partes del mundo.
No toca principalmente a la universidad católica el servicio directo de las viudas o los huérfanos o los pobres. Como tampoco le toca principalmente la actividad empresarial. Le toca, en cambio, cultivar y transmitir una visión del cosmos en la que Dios sea el centro, digno de recibir enteros nuestros corazones, digno de recibir un culto desinteresado; en la que los otros hombres, todos, ricos y pobres, puedan verse como prójimos, como hermanos; donde, además, los hermanos puedan verse como otros Cristos, cuando necesiten de nuestras obras de misericordia, espirituales o materiales. Le toca, también, cultivar la filosofía como un servicio a la verdad, no tanto como una "ciencia especializada" más, sino como una disciplina capaz de unificar todos los saberes particulares en una visión de conjunto en la que cada otra disciplina alcance el máximo cultivo posible, dentro de los límites propio del organismo de los saberes. Le toca formar a los pastores, científicos, profesionales, políticos, que puedan concretar el orden al bien común de cada actividad y de cada disciplina. Si la Universidad se mantiene fiel a su vocación, podrá prestar un servicio mucho más alto que la acción directa, aunque sea un servicio que no puedan entender sino aquellos que no son ciegos a los bienes del espíritu, aquellos que se saben seres humanos y no simples bestias evolucionadas en lucha por el dominio.