Por Rodolfo M. Irigoyen
romairigoyen@gmail.com
En veranos como el actual, en que la sequía ha provocado serios daños a la actividad productiva, se reiteran las críticas por la "falta de previsión" de los productores agropecuarios, dados los anuncios previos en el sentido de que la probabilidad de ocurrencia de dicho fenómeno era superior a la normal.
Dejando de lado la ingenuidad de algunas de esas críticas, el momento es oportuno para reflexionar sobre cuánto hay
de cierto en relación a esa falta de previsión, en producciones a cielo abierto enmarcadas en un clima errático como el nuestro. Y la "imprevisión" más criticada es la de "dejarse sorprender" por una sequía,
que no es más que carencia de agua, en un país profusamente irrigado por la naturaleza.
Tornados, granizadas, inundaciones, insolaciones, heladas fuera de época, con secuelas de daños de diferente tipo, completan un bosquejo de los "accidentes" climáticos más frecuentes, obviamente, con distinto grado de previsibilidad y por consiguiente de posibilidad de evitar o disminuir sus efectos adversos.
¿Asignaturas pendientes?
La Estanzuela tiene casi un siglo de registros climáticos. En todos esos años, no hubo uno solo en el que el volumen y la distribución de las precipitaciones coincidiera con el promedio, dentro de márgenes razonables1. O sea que el manido "año promedio" es, al menos por el momento, un suceso cuya probabilidad de ocurrencia es igual a 0. De ahí el calificativo de "errático" aplicado a nuestro clima en lo referido a las precipitaciones.
La variabilidad, entonces, es estructural, no el resultado de un accidente temporal. Y no sigue ningún patrón cíclico que permita un cierto grado de previsibilidad, aunque en los últimos años se realizan aproximaciones probabilísticas de mayor o menor nivel de precipitaciones, respecto al promedio histórico, básicamente para el período octubre-diciembre de cada año (fenómenos El Niño o La Niña).
En veranos con déficits hídricos mayores a los normales aparecen, entonces, los cuestionamientos referidos a la ya mencionada "falta de previsión". Pero nuestros sistemas productivos están adaptados a esas condiciones, que son las de nuestra realidad. Por eso han sobrevivido. Lo importante a tener claro es que incorporar el riego no es completar un sistema productivo incompleto. Es cambiar de sistema.
El riego en los cultivos de secano o en áreas parciales del tambo o la ganadería representa un salto tecnológico de importancia, con implicaciones mucho mayores a la del simple agregado del agua faltante. El análisis de las implicaciones excede en mucho los alcances de este artículo, pero éstas pasan en lo técnico por los riesgos de erosión, de muerte o menor productividad de plantas de especies no adaptadas a prolongados períodos de suelo anegado2, por temas sanitarios, por el manejo del suelo posterior a la cosecha del cultivo regado, por la promoción de especies indeseadas (malezas), etcétera. El caso del arroz no es para nada generalizable, por las particulares características fisiológicas de la especie y las condiciones topográficas en que se realiza.
Pero tanto o más importantes que las peculiaridades agronómicas son las incertidumbres de otro tipo, como la disponibilidad permanente de agua, la de dirección técnica y de mano de obra capacitada, la de servicios de apoyo, las financieras, etcétera. Todo lo cual se resume en la incertidumbre económica: la inversión en riego puede ser muy rentable en un año seco porque salva la producción, de rentabilidad media o baja en uno normal porque solo incrementa marginalmente el resultado económico, o negativa en un año de lluvias abundantes porque el riego no se usa pero igual se debe amortizar.
Del bosquejo anterior sobre la variabilidad climática y las peculiaridades del riego se puede concluir que este último no es una "asignatura pendiente" en el sentido de un sistema productivo "rengo", sino que su adopción implica un cambio sustancial de modelo productivo, con variadas implicancias tecnológicas y económicas.
Y lo que vale para el riego vale para otras recomendaciones de difícil adopción, como es el caso de los seguros. Las empresas aseguradoras disminuyen el riesgo propio, haciéndole disminuir el riesgo individual a cada asegurado, obligándolo a tomar todas las medidas que correspondan con ese fin, independientemente de la valoración económica que sobre ellas haga el interesado.
Un ejemplo es el seguro contra mortalidad neonatal de corderos. Como la época de parición3 coincide con el final del invierno, en que ocurren con frecuencia temporales (Santa Rosa tampoco es puntual), el seguro exige una serie de medidas (por ejemplo parición en galpones) impracticables dentro de nuestro modelo productivo. Sin estas medidas, las primas son exorbitantes y es económicamente preferible asumir el riesgo de tener, por razones climáticas, un determinado porcentaje de mortalidad de corderos. Distinto es el caso de seguros contra granizos en producciones más intensivas, como la viticultura o los invernáculos para hortalizas, los que habitualmente se realizan.
En la agricultura, el precio de los seguros debido al nivel de incertidumbre sobre la ocurrencia de siniestros los hacen, en general, económicamente inviables. Los grandes pools de siembras disminuyen el riesgo con cultivos diseminados en muchas zonas del país o la región.
Lo que se pierde en un lugar donde el clima fue desfavorable se gana en otro donde fue más benigno. Pero eso hace que los rendimientos globales tiendan al promedio, sin poder maximizarlos, como se haría si el clima fuera más previsible, concentrándose en las zonas más aptas para la agricultura. Y esto implica aceptar una disminución del resultado económico unitario. Una especie de costo del "seguro implícito".
Como en el caso del riego, en el de los seguros tampoco se trata de una "asignatura pendiente" del modelo productivo, de una falta de previsión del productor. Son actividades que no se realizan porque el modelo productivo no lo permite, sin perder su naturaleza, sin transformarse en toda una forma de producción diferente.
El modelo actual se basa en la convivencia de los procesos productivos con un nivel elevado de riesgo climático, y la habilidad en el manejo de esos niveles de riesgo –elección del cultivo a realizar, momentos de compra o venta de ganado, y mayor o menor apuesta a la compra de concentrados, a la instalación de mejoramientos o a la conservación de forrajes, etcétera- es una variable clave en la definición del resultado económico de cada predio.
Claro que éstas son generalizaciones, y siempre existen ejemplos, tanto hacia adelante como hacia atrás, en la senda de la superación de estas restricciones a los procesos productivos, al cambio del modelo de producción. Hay productores pioneros –por posibilidades o por naturaleza- y los hay conservadores. A los primeros no siempre les va bien, a los segundos no siempre les va mal. Por eso el modelo es difícil de cambiar.
El cambio de modelo
La Gráfica 1 muestra los desvíos porcentuales respecto al promedio esperado del rendimiento del maíz en los últimos 50 años en el Uruguay. Es producto de un trabajo de Walter Baethgen, sobre datos de DIEA. Lo novedoso es que los desvíos fueron calculados con una metodología que permite eliminar la tendencia por mejoras en la tecnología, por lo que la variabilidad de estos rendimientos se debe casi exclusivamente a razones climáticas.
El más/menos 50% es ilustrativo del impacto de la variabilidad climática sobre los rendimientos esperados, en este caso de un cultivo de verano –tradicionalmente de secano- con alta demanda hídrica, como el maíz. Y, por consiguiente, también ilustra sobre el potencial productivo que podría materializarse con un nuevo modelo productivo en base a riego, al reducir o eliminar el eventual impacto climático negativo.
Pero el "sendero tecnológico" no solo involucra al riego. Es un proceso de largo plazo, con muchos escalones, secuencial, o sea que hay un cierto ordenamiento de los pasos a dar desde lo menos a lo más complejo, que implica un aprendizaje continuo, y una elevada capacidad de adaptación empresarial a las innovaciones tecnológicas y a los cambios en el contexto. No se puede esperar que adopten el riego un agricultor, un tambero o un ganadero que antes no hayan adoptado una serie de mejoras tecnológicas más sencillas, o de menor riesgo, que también determinan su productividad.
La Gráfica 24, elaborada por el mismo autor, muestra, también para el caso del maíz, los resultados de esa evolución tecnológica, que implicó un pasaje de rendimientos de menos de 1.000 kg por hectárea en los años 60 y 70, a los 5.000 a 6.000 kg/há en la actualidad5. El cambio del modelo se inició en los años 90 y el futuro está abierto para que se siga profundizando –adoptando y generalizando el riego y la moderna genética, entre otras mejoras- hasta niveles que por lo menos dupliquen la producción actual, lo que ya se logra en agriculturas más desarrolladas.
Para que esto ocurra, esta y otras actividades innovadoras que asocien la reducción del riesgo climático con la eficiencia productiva y la sostenibilidad ambiental, deben aprobar una asignatura que se debe rendir a diario: el examen de microeconomía, o sea el del resultado económico de la empresa que adopta esas innovaciones.
Porque esas decisiones -donde muchas veces se juega el futuro de la empresa- deben tomarse con el mayor grado de conocimiento de la técnica y de objetividad en su evaluación, nunca pueden consistir en una medida aislada, resultado de un "embalaje" momentáneo.
Porque un "cambio de modelo" que lleve a la generalización de un nuevo "paradigma tecnológico" no es algo que se resuelve solo a nivel microeconómico, en el escritorio del empresario rural. Para que sea viable tiene que enmarcarse en un ambiente general de negocios, en la disponibilidad de tecnología, de mano de obra calificada, de infraestructura y servicios; en un contexto institucional promotor de la innovación y las inversiones, en definitiva, en un contexto socioeconómico que promueva el cambio, estimulando el emprendedurismo de los agentes económicos innovadores.
En algunos de estos aspectos el país ha mejorado sustancialmente en las últimas dos décadas. Pero el cambio tecnológico es intensivo en conocimiento, en mano de obra calificada y, en la gran mayoría de los casos, en energía disponible a precios competitivos. La mayor producción que de él deriva exige más y mejor infraestructura. Y éstas sí que son asignaturas pendientes.
Por lo tanto, el tránsito por un sendero tecnológico que disminuya los riesgos climáticos, que aumente la eficiencia y la competitividad de nuestra agropecuaria, no es responsabilidad exclusiva de un determinado segmento empresarial. El desarrollo, basado en nuestra "agrointeligencia", es un objetivo nacional, y como tal debe ser encarado por el conjunto de la sociedad. No es promoviendo el antagonismo entre segmentos de esa misma sociedad que vamos a alcanzarlo. l
Escrito en la primera semana de febrero de 2011.
1 Y eso que Colonia –donde se encuentra La Estanzuela– muestra una variabilidad en las precipitaciones menor a la de otros departamentos (ver gráficas del artículo publicado en las páginas 4 a 6 de El País Agropecuario Nº 187).
2 Por ejemplo, por una lluvia importante a continuación de un período de riego.
3 Determinada a su vez por la época de encarnerada, en el momento de mayor fertilidad de las ovejas.
4 El LOESS ("locally weighted scatterplot smoothing") es un método estadístico que suaviza datos en forma ponderada, sin necesidad de presuponer ninguna forma de tendencia, como ocurre con las regresiones.
5 El caso del maíz tiene un gran efecto multiplicador, porque, al ser un cultivo forrajero, tiene impactos sobre la alimentación de varias cadenas productivas, como la ganadería y la lechería (granos, silos, fardos, concentrados), la avícola y la porcina (raciones), y otras aplicaciones menores.