Compartir este artículo Ignacio Nova ignnova1@yahoo.com Fue el teórico sociopolítico Max Weber quien abordó por primera vez el dilema ético de todo político: el de la convicción y el de la responsabilidad. Colocarse en cualquiera de sus extremos es una opción siempre a la mano y la decisión sobre la misma informa del tipo de político ante el que se está. La noción resurge en la arena de manos de Nicolás Maquiavelo. Su ideal de Príncipe se coloca por encima de todo ideario. Es lo que garantiza llevar a feliz términos las tareas propias de la construcción del Estado Moderno como lo pensaba Maquiavelo, una Italia república feliz. El ideal del Estado tradicional (monárquico) fue agujereado por el racionalismo de prominentes pensadores: Benito Spinoza lo hizo un siglo después del nacimiento de Maquiavelo, quien no se obnubilaba ante aquella creencia de que el origen del poder estaba en la sangre. En su "Tratado teológico-político", Spinoza deshizo los fundamentos de la consanguinidad como origen del poder y demostró que todo poder se adquiría, originalmente, mediante la violencia, el despojo y las guerras. Sólo después se establecía una sucesión consanguínea que, a su vez, era amenazada por procuradores de poder mediante violencia, despojo y guerras. Sabiendo esto pero callándolo, Maquiavelo otorgó gran importancia a las guerras en la conquista y construcción del poderío estatal. Es una realidad cuya fuerza se aprecia a diario en los conflictos entre naciones y dentro de ellas. De manera que el poder se explica, conquista y ejerce por los actos nacidos en estas dos dimensiones: la ideología (ética) y la realidad. Detrás del postulado ético maquiavélico sobre el ejercicio del poder orientado a fines y a pesar de su acusada carencia de ética, este no contiene aún lo que pronuncia Weber como de obligatoria observancia, a partir de la racionalidad política que alimenta lo que denomina "ética de la responsabilidad": no perder de vista y aceptar las consecuencias de los actos. En este aspecto, la política y el ideal del político difieren en los entramados históricos mencionados: el Renacimiento, cuando Maquiavelo produjo su "El Príncipe" y su "Del arte de la Guerra", y las postrimerías de la modernidad, cuando Max Weber aportaba a la sociología y a las ciencias políticas un ensayo magistral: "La política como vocación". Lo escucharon los miembros de la Asociación Libre de Estudiantes de Munich en 1919: un conglomerado de jóvenes alemanes deslumbrados ante el hecho de clausurar un siglo y comenzar otro nuevo en sus propias venas. De manera que "procuradores de poder", a decir de Leonte Brea, de diferentes estirpes son los políticos de Maquiavelo y de Weber. Aun así, en su concepto ("político"), mantienen continuidades. Sin el desarrollo de las instituciones de hoy, en el político ideal de Weber existe una rendición de cuentas, es decir, un balance de los actos y las consecuencias para consumo propio. Y dos realidades disponibles: la de las narrativas e ideologías y la de la realidad. Esta última emboza un amplio entramado de intrigas, competencias e intereses. Colocarse en el escenario político como actor político implica realizar actos políticos. Los actos políticos se constituyen en las acciones y recursos, visibles o no, mediante los que se procura, mantiene y pierde el poder. Son la táctica de ese fin mayor: el Poder, única estrategia posible y válida. A pesar de su certeza, las estrategias pueden desencadenar en el fiasco. Es lo que pone bien alto y de relieve Max Weber en el concepto "ética de la responsabilidad". La entiende como opción a la mano de los políticos racionales, que adoptan medidas informadas, con fines específicos, para producir efectos sobre el Estado, sobre sí, sobre su lugar en el escenario del poder y sobre sus seguidores y adversarios. De hecho, el vínculo con aquello de que el fin justifica los medios subsiste en que la escogencia de los fines es ajena a las convicciones y convenciones éticas, religiosas, ideológicas o de cualquier dimensión moral. Ese vínculo define la continuidad existente desde Maquiavelo a Weber. Pero esa continuidad no implica identidad entre el ideal de político de ambos pensadores ni que ambos aborden de igual modo el basamentos de los actos políticos. Maquiavelo no invita a asumir las consecuencias de los actos, aspecto esencial de la visión weberiana de la política y la ética de la responsabilidad. Esta distancia también ilustra las diferencias del nivel del derecho a la libre expresión existente en ambos períodos históricos: Maquiavelo dice mucho menos de lo que sabe. El profesor Juan Bosch lo refirió al advertir que el traspaso del mando cambia el entramado político y coloca a las autoridades salientes en la incertidumbre y en manos de las entrantes. Una advertencia derivada de llevar a la práctica la ética de la responsabilidad de Weber. Hoy la ética de la convicción está desvencijada porque los idearios se interpretan como escaramuzas para revestir con el áurea de la ilusión y la grandeza los intereses más espurios, las ambiciones personales más desmedidas, las mayores canalladas y la mayor ineficiencia. De aquí que la ética de la convicción nutra los discursos críticos en tanto la ética de la responsabilidad, los actos orientados a resultados. Asumir la ética de la responsabilidad, adicionalmente, no implica renegar los idearios. Es evitar que ellos se constituyan en obstáculos. Todo político (líderes y gobernantes) se enfrenta a este dilema. Colocarse en uno de sus extremos los caracteriza. En cualquiera, debe saber que sus acciones tendrán consecuencias, todavía más severas en la medida en que propicien la merma o pérdida de poder. Se trae al ruedo porque localmente determinará la solución de un tema tan "ideologizado" como el de la reelección ya que, paradójicamente, el postulado weberiano aplica magistralmente para orientar los actos de los actores políticos ante la oportunidad de hacer realidad sus convicciones e idearios sobre la sociedad y el Estado. |
Saludos
Rodrigo González Fernández
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