Domingo 17 de Julio de 2011
Los archivos del cardenal
¿Es razonable transmitir una serie en la que -mediante la ficción- se recuerdan las violaciones a los derechos humanos cometidas en la dictadura? ¿Valdrá la pena poner en las pantallas la atmósfera asfixiante de la persecución por motivos políticos?
Carlos Larraín piensa -según declaró esta semana- que no. Él cree que algo así sólo reabre heridas y pone a la izquierda de víctima.
¿Tiene razón?
La serie, financiada por el Consejo Nacional de Televisión y transmitida por TVN a contar del próximo jueves, recuerda, entre otras cosas, los hornos de Lonquén -cadáveres de campesinos asesinados a los que se intentó desaparecer mediante la cal- y dibuja la escena política y social de hace treinta y cinco años y el papel que a los diversos sectores -la Iglesia, la izquierda, la derecha- les cupo en ella.
Se trata, por supuesto, de una obra de ficción: los personajes, los detalles de la trama, los incidentes, las vicisitudes, lo que ocurre y lo que no, es inventado y es un fruto de la imaginación y la creatividad de quienes escribieron el guión y de los que, echando mano a su propia memoria, lo actuaron hasta darle vida. Pero justo por eso -porque no aspira a ser historia, sino que inventa una- es probable que la serie sea más apelativa y más terrible que el más fidedigno de los documentales.
Al verla, nadie podrá refutarla diciendo ¡es mentira! Sí, la historia es inventada; pero paradójicamente es real. La trampa, y la virtud de la ficción, es que propone una realidad que no es, pero que llega a ser gracias a que el espectador le presta su emoción y su subjetividad y así, mientras dura, la convierte en realidad. Sartre gustaba decir que el texto literario es un trompo extraño "que no existe sino en movimiento". Quería decir con eso que es el lector quien, al leerlo, le da vida por el expediente de prestarle sus emociones y sus recuerdos.
De esa manera la obra de ficción -la novela, o la serie televisiva- hace que el espectador se encuentre con su propia memoria y se vea a sí mismo reaccionando frente a esa situación que, a pesar de ser un cuento, él sabe paradójicamente que es verdad.
Gracias a ese mecanismo que la ficción pone en movimiento -un embuste que nos ayuda a ver mejor la realidad- hay ficciones que llegan a ser verdad y ayudan a inteligir mejor lo que cada uno fue o dejó de ser.
Es lo que hará, sin duda, esta serie.
Por eso Carlos Larraín tiene toda la razón cuando, esta semana, se quejó de la serie porque ella poseería "una connotación política evidente". Lo que el senador, sin decirlo, teme, es lo obvio: lo mal parada que quedará buena parte de la derecha de hoy cuando, puesta ante el desafío de su propia memoria, las ficciones de la teleserie le recuerden, a él y a quienes le acompañan, cuán complaciente fueron con los crímenes y las violaciones a los derechos humanos que ocurrieron en Chile durante tanto tiempo.
Y ese recuerdo pone a algunos sectores de la derecha ante su incómoda realidad: esgrimir los valores de la eficiencia y del mercado, pero haber sido complacientes con las violaciones a los derechos humanos.
La democracia -hoy todos lo saben- reposa sobre la idea de que hay bienes últimos cuyo valor es incondicional, bienes que ningún cálculo o circunstancia obligaría a abandonar. Esos mismos bienes son los que -obligará a recordar la teleserie- en Chile se dejaron ir una y otra vez sin que las élites de derecha, los feligreses de El Bosque, la prensa, las universidades y nadie, o casi nadie, dijera nada de nada.
Así, los Archivos del cardenal -esas mentiras que sin embargo son verdad- pondrán a la derecha ante la incómoda evidencia de su propia memoria: la ficción le recordará cuán complaciente fue con la dictadura.
Freud, desde el comienzo de sus investigaciones, siempre pensó que la memoria era una especie de archivo: una suma de recuerdos y de tachas que nos acompañan como si fuera una sombra, llenando nuestros días de ángeles o de esperpentos.
Los Archivos del cardenal -esa Iglesia que preguntaba una y otra vez: Caín ¿dónde está tu hermano? mientras algunos hacían oídos sordos- son, aunque le disguste a Larraín, parte de la memoria de Chile.
Y, mal que le pese, de la suya.
CONSULTEN, OPINEN , ESCRIBAN .
Saludos
Rodrigo González Fernández
Diplomado en "Responsabilidad Social Empresarial" de la ONU
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