La Maru y Séraphine de Senlis
La Maru trabajó como empleada puertas adentro durante doce años en mi casa, en ese período crió junto a nosotros a mis tres hijos. Hace un par de semanas atrás decidió volver a su pueblo, en las inmediaciones de Temuco, para vivir cerca de sus nietos y emprender su propio negocio. Nos contó que va poner un almacén donde venderá, entre otras cosas, las hortalizas que cultivará en las tierritas -así las llamó- que había comprado con sus años de trabajo. Nada la detuvo, ni los ruegos, ni el chantaje emocional, ni la promesa de una mejora económica. No me ofrezca nada, porque ya estoy decidida -dijo. Me lo había anunciado hace un buen rato: cuando mi hijo menor cumpliera diez años ella se iría. Y así fue.
Se llevó de regalo un maletín con óleos, carboncillos, pinceles y aceites. Seis meses atrás había comenzado a jugar con unas témperas de uno de mis hijos e hizo un mamarracho digno de un niño de cinco años. Recibió un par de indicaciones y el segundo y tercer intento salieron mejor. Pidió ayuda para aprender a hacer perspectivas y el progreso fue exponencial, mostró gran facilidad con los colores, sabía usarlos, mezclar, crear sombras y volúmenes. Agarró unos tubos de óleo viejos y el resultado fue sorprendente; la Maru tiene un talento excepcional que aparecía en forma fortuita y tardía a los 54 años. Sus últimas composiciones son dignas de alguien con estudios prolongados en pintura al óleo. A la debida escala, su pequeña historia no es muy distinta a Séraphine de Senlis, la mujer de la limpieza ya entrada en años que es descubierta para transformarse en una de las principales exponentes de la pintura naif. La vida de Séraphine quedó plasmada en la estupenda película franco-belga dirigida por Martin Provost.
La Maru es momia acérrima, el 17 de enero irrumpió en medio de la comida con banda presidencial y bandera en mano. Sebastián Piñera, un multimillonario, había ganado la presidencia y ella había ido a celebrar frente a La Moneda.
Nada le ha salido fácil en la vida a mi Séraphine. Formó parte de una familia numerosa que vivía en condiciones de extrema pobreza, tiene estudios hasta tercero básico -yo iba a la escuela a pata pelá, solía recordar con una sonrisa franca-, joven madre soltera se vino a Santiago a trabajar donde más de alguna vez fue menospreciada por su origen y rasgos mapuches. Terca como pocos, detestaba que le llamaran la atención. En doce años creo haberlo hecho en dos ocasiones provocando sendas guerras mundiales. Era un volcán que estallaba recordando a voz en cuello las injusticias, atropellos y desprecios que cometíamos los ricos. Había mucha angustia, rabia y frustración contenida que salía a borbotones y con total descontrol. Era el pueblo que se levantaba. No es fácil compatibilizar esas escenas de intensa lucha de clases en la cocina de mi casa con las reiteradas veces que durante el 2009 me preguntó esperanzada ¿esta vez si que ganamos cierto don Pablo? La Maru es momia acérrima, el 17 de enero irrumpió en medio de la comida con banda presidencial y bandera en mano. Sebastián Piñera, un multimillonario, había ganado la presidencia y ella había ido a celebrar frente a La Moneda.
¿Por qué me animo a contar esta historia personal? Creo que es un buen botón de las contradicciones, desafíos y urgencias que tiene nuestro país. Simplemente no es justo que gente con su talento, perseverancia y empuje tenga que pasar por una vida de tal dureza que su momento de mayor estabilidad sea criando hijos ajenos. No es un tema de oportunidades sino de justicia. La Maru votó por la derecha y este gobierno no le puede fallar. A mí sí, a ella no.
Si a alguien le interesa, el día que se fue nos abrazamos y lloramos un poco los dos.
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