En un artículo anterior, bajo el título "Internet lo carga el diablo,…o eso dicen…", exponía la prevalencia e influencia de la tecnología en la vida de cada uno de nosotros, los seres humanos, incorporándose a las mismas de manera automática y automatizada.
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Sin embargo, a pesar de sus innumerables ventajas, principalmente el acceso a información ilimitada, la interacción y comunicación global e instantánea, entre otras muchas, estas mismas facilidades que ofrece Internet y las redes sociales, también entrañan sus riesgos, como apuntaba en aquel artículo; riesgos traducidos a través de la existencia de delitos, enmascarados en múltiples formas y que pueden afectar gravemente nuestras relaciones personales y profesionales.
Uno de estos riesgos más claros es el "sexting", y como consecuencia de ello la "sextorsión", o extorsión sexual. Éste va ser el hilo conductor de este nuevo artículo, y más concretamente cómo puede afectar el sexting en nuestro entorno de trabajo y, por ende, en nuestra vida profesional.
Cuando hablamos de sexting nos viene rápidamente a la mente imágenes propias de adolescentes y como esta práctica, cada vez más frecuente y habitual entre ellos, ocasiona numerosas veces situaciones verdaderamente embarazosas y, en muchas ocasiones, no carentes de peligro; y ello consecuencia de la percepción de falsa seguridad que tienen nuestros niños, jóvenes y adolescentes, en la creencia de que su dominio de la tecnología les salvaguarda de todo mal, o cuanto menos "que resulta muy difícil que les ocurra a ellos".
Ahora bien, ¿qué es el sexting y qué relación puede tener con nosotros los adultos?; ¿puede afectarnos realmente en nuestra vida profesional?; y, sobre todo, ¿qué consecuencias tiene?
El sexting consiste en el envío de imágenes, vídeos o fotografías de contenido erótico, sexual y claramente comprometidas o comprometedoras, que se producen por cualquier dispositivo tecnológico, poniendo en evidencia a la persona o personas afectadas, dejándola, evidentemente, en una situación terriblemente delicada y vergonzosa.
Esta práctica es común y habitual en los adolescentes, que no son enteramente conscientes de los riesgos que supone y hasta que límites se pueden llegar. Éstos, ya sea únicamente como entretenimiento, diversión, imitación o tan siquiera por el mal concepto de "amor romántico", realizan estas conductas con demasiada frecuencia.
Efectivamente, tales vídeos o imágenes pueden ser utilizados para fines claramente no inocentes, como resultado de la venganza de una ex – pareja que no admite la ruptura o depredadores sexuales que están al acecho en Internet, sabedores de la existencia de estas prácticas, ganándose la confianza de sus víctimas para después chantajearlas. O incluso, con explicaciones más pueriles, que desde los ojos y comprensión de los adultos no alcanzaríamos a comprender.
En cualquier caso, tales conductas pueden ser objeto de violencia de género en Internet, llevadas a cabo por las parejas adolescentes, acoso sexual de personas adultas hacia los menores, también conocido como "grooming", incluso en último término y en su resultado más trágico provocar el suicidio de los adolescentes.
Todo esto encuentra un paralelismo y un reflejo claro en la óptica de los adultos, y cómo estas conductas pueden afectar gravemente a los mismos, poniendo seriamente en peligro su integridad y prestigio profesional en el ámbito de la esfera laboral.
Así es, estas prácticas no son sinónimo de los adolescentes y, mucho menos, de su patrimonio y propiedad exclusiva, los adultos también podemos vernos afectados; y, consecuencia de ello, nuestra vida profesional puede ser claramente perjudicada, siendo en muchos casos el daño causado irreparable.
Al igual que ocurre con los menores, todo comienza con un juego. El adulto se va adentrando, poco a poco, en esa vorágine y espiral adictiva, que supone el placer por el riesgo y lo prohibido, compartiendo vídeos, imágenes,…; en definitiva, seduciendo y dejándose seducir, sin sospechar, ni muchísimo menos, las auténticas intenciones de su interlocutor/a.
Esta relación virtual va enganchando al adulto paulatinamente, en ese ambiente envolvente que supone la tecnología, que nos atrae, obsesiona y atrapa, exponiendo nuestra intimidad, desconocedores de lo que puede llegar a suceder.
Lógicamente, todo este recorrido no se produce casualmente ni es fruto, contrariamente a lo que podamos pensar o imaginar, cuestión del azar, en absoluto.
La persona que se encuentra al otro lado de nuestro ordenador, tablet o dispositivo móvil sabe perfectamente qué tipo de persona es la elegida y, por tanto, conoce cuál es el perfil de víctima más vulnerable; básicamente, personas con una baja autoestima, que se encuentren buscando parejas a través de la Red, bajo la creencia equivocada que se encuentran seguras en el ambiente íntimo y acogedor de su hogar, o cualquier otro que cumplan estas premisas.
Una vez identificada cuál es la víctima, el ciberdelincuente se gana su confianza y se adapta a ella, de tal manera que, al cabo de un tiempo, ésta cree fielmente que ha encontrado a su pareja ideal y que la entiende perfectamente.
Llegado este punto, comienza realmente el intercambio de información más personal, pudiendo llegar al envío de imágenes, vídeos o contenido erótico o sexual. Estamos ya en la fase del sexting.
Es entonces, y solamente entonces, cuando comienza la sextorsión o extorsión sexual, consistente en que el ciberdelincuente exige información sensible bajo la amenaza expresa de difundir las imágenes o vídeos comprometedores que obran en su poder.
Cómo se habrán podido imaginar, ya no sólo estamos hablando de la puesta en peligro de la integridad profesional de la víctima, sino de la empresa para quien trabaja. Obviamente, el ciberdelincuente sabedor, con todo seguridad, de la posición y ocupación laboral de aquel, va exigir información relevante y contenido potencialmente peligroso para la empresa; ya sea, por fines puramente lucrativos o con intenciones evidentes de espionaje industrial, en el sentido de que se trate de una empresa de la competencia o cuanto menos deseosa de obtener una serie de conocimientos que le supongan una ventaja claramente competitiva.
Para ello, realizan, pues, un chantaje en toda regla, exigiendo dinero, información confidencial, archivos, listado de clientes o proveedores, tecnología existente, etc., dependiendo del interés del agresor y cuáles sean sus objetivos.
Evidentemente, estas situaciones suponen para las compañías un claro peligro y un claro desprestigio profesional para la víctima, que puede generar en trauma psicológico, e incluso en suicidio.
Ricardo Lombardero. Abogado, Mediador y Coach. Socio-fundador de Lomber Soluciones Cyberbullying. Miembro del GIMIS (Grupo de Investigación en Mediación e Intervención Social en Conflictos, de la Universidad de Alicante).
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