El espíritu de las leyes. Secretos de estado e integridad moral
Ramón Punset
Para evidenciar la ruptura total con un modelo no sólo de sociedad y de poder político estatal, sino hasta de relaciones internacionales, los bolcheviques hicieron públicos los tratados secretos del imperio zarista con otras potencias y se negaron a subrogarse en las obligaciones contraídas por el Estado ruso, incluidas las financieras, arruinando así a los miles de inversores extranjeros, principalmente franceses, que habían adquirido enormes cantidades de deuda pública emitida por Moscú. No imaginaban entonces estos mesiánicos revolucionarios que muy poco tiempo después, lejos de instituir un poder democrático, transparente y humanitario, forjarían un Estado ferozmente tiránico cimentado en el secreto, la mentira y la más absoluta deshumanización. Las cláusulas secretas del pacto germano-soviético, por ejemplo, representan el triunfo de un tipo de diplomacia carente de otros principios que los del "status naturae" descrito por Thomas Hobbes. Lamentablemente, 70 años después, aun reconociendo avances, no podemos decir que las relaciones internacionales hayan alcanzado el mismo nivel de legalidad y transparencia que las existentes en el interior de los Estados democráticos. Nos falta para ello una autoridad mundial efectiva.
La actividad secreta del Estado, sus sistemas de protección y sus límites son asuntos que han cobrado actualidad en los últimos meses con ocasión de las filtraciones a la prensa, por parte de una ONG denominada Wikileaks, de un considerable número de datos, principalmente comunicaciones de diplomáticos norteamericanos dirigidas a sus superiores del Departamento de Estado. Indudablemente, Bradley Manning, el ciudadano estadounidense que pretendidamente proporcionó el material luego objeto de filtración, ha cometido supuestamente graves delitos, pero, a lo que parece, su motivación no era crematística ni respondía a forma alguna de traición a favor de un país enemigo, como ocurre en los casos de espionaje, sino que cabe deducir que compartía los objetivos de transparencia perseguidos por Wikileaks, es decir, la propagación de filtraciones que desvelen comportamientos no éticos por parte de gobiernos, especialmente de los países que tienen regímenes totalitarios, pero también de confesiones religiosas y empresas de todo el mundo. Por tanto, el de Manning se ha tratado de un supuesto de objeción de conciencia no legalmente reconocido: frente a la conducta inmoral de los gobernantes y de sus agentes (Manning, destinado en Bagdad en el servicio de inteligencia militar, comenzó por filtrar el video de un ataque a civiles desarmados iraquíes por un helicóptero Apache) se alza, arrostrando la prisión y hasta la muerte, un ciudadano particular, alguien que, a título individual --y he aquí su grandeza--, concentra en sí la justicia que el Estado sacrifica en nombre de la eficacia bélica, económica o política, del egoísmo nacional o de la conveniencia imperial. A su vez, Wikileaks combate el oscurantismo al que todo poder propende sirviendo, con la ayuda del pluralismo de los medios de comunicación y del espíritu individualista que alienta en el más importante de todos ellos, internet, al valor democrático de mayor trascendencia: la formación de una opinión pública libre.
No resulta infrecuente que el deber de secreto se aduzca, incluso frente a las pesquisas judiciales, como el supremo bien. Así lo hicieron con total desfachatez los imputados en el desvío para fines ilícitos de los fondos reservados de nuestro Ministerio del Interior. Pero está claro que en un Estado democrático de Derecho la actividad secreta legítima de los titulares de sus órganos ha de conocer fuertes restricciones, debiendo hallarse expresa y taxativamente prevista por el legislador, no contravenir en ningún caso la legalidad ni los derechos de los ciudadanos, resultar fiscalizable y no generar inmunidad alguna. No caben en tal Estado normas secretas, ni actos ajenos al control del Parlamento (siquiera de forma reservada) ni conductas no enjuiciables en sede jurisdiccional. A veces estos principios básicos se olvidan, incluso por los gobernantes democráticos, que también ignoran en ocasiones el carácter temporal de su mandato y se comportan como si su poder fuese a durar mil años. De ahí la trascendencia de las libertades de expresión e información, sin las cuales el pluralismo democrático se vendría abajo y con él hasta el mismo Estado de Derecho: los abusos no denunciados y controlados en sede parlamentaria ni corregidos por la pasividad de jueces prevaricadores pueden llegar a la opinión pública a través de la investigación periodística o del acceso ciudadano a los medios de comunicación. Cierto es que también los medios se integran en estructuras oligárquicas de poder (que deviene así político, financiero, empresarial y mediático), las cuales abominan del pluralismo y aspiran a la hegemonía. Sin embargo, en el mundo occidental hay todavía pluralismo bastante, acrecentado sobremanera además por la irrupción de internet, que puede ser un arma esencial del pluralismo democrático. Utilicémosla contra las muchas y poderosas tiranías que aún quedan (China y Rusia, entre ellas), e igualmente frente a los desafueros que se cometen en nuestras muy imperfectas democracias. En términos de progreso moral y de ética política democrática, internet puede equivaler a la Ilustración del siglo XVIII.
El servicio que presta Wikileaks a la reciedumbre moral de nuestra vida política es verdaderamente considerable. Gracias a las filtraciones que se vienen publicando nos enteramos, entre otras cosas, de que miembros prominentes de la fiscalía y de la judicatura españolas reciben en sus despachos oficiales a diplomáticos norteamericanos acreditados en Madrid para informarles del curso previsible de determinados procesos judiciales (aquellos que afectan a intereses estadounidenses) y de lo que cabría hacer a fin de orientar la dirección y el resultado de los mismos. En igual sentido actúa la número dos del Gobierno de la Nación. ¿Saben ustedes lo que esto significa, no ya únicamente desde un punto de vista jurídico, sino político y ético? Que somos un país de tercera, que algunos integrantes de nuestra clase dirigente carecen de patriotismo y de sentido del honor y que ante el representante del César tenían más orgullo nacional que ellos Herodes, Anás y Caifás.
Finalmente, hay otra cosa que también sabemos por los medios de comunicación y que nos resistimos a entender: los grandes delitos de corrupción económica (tráfico de influencias, información privilegiada, cohecho, evasión fiscal, exportación ilegal de capitales…) cometidos presuntamente por grandes capitanes de empresa (banca, comunicaciones…) o rocosos caciques políticos acaban casi siempre por prescribir. ¿Qué se ha hecho mal en la persecución de un delito para que se concluya en su prescripción? Sin duda, necesitamos, para saberlo, de la audacia de ciudadanos particulares en alianza con osados medios de comunicación.
*Catedrático de Derecho Constitucional
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Saludos
Rodrigo González Fernández
Diplomado en "Responsabilidad Social Empresarial" de la ONU
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