A 79 años de la mayor crisis económica de la era moderna, y que El Economista no vacila en llamar un macabro tributo, la historia vuelve a repetirse con el hundimiento de los Estados Unidos, un avión en llamas que arderá por largo tiempo. Los datos de su economía para el tercer trimestre de este año arrojan la declaración de 40 Estados a una recesión profunda y a la cual se unirán pronto los otros diez en una larga peregrinación por el desierto de al menos un par de años. Como en una película de catástrofe, la gigantesca mole, paradigma del capitalismo, protagoniza un desmoronamiento más estruendoso que el de las torres gemelas, la caída del muro o el desplome del bloque soviético. Sus magnitudes sólo son comparables a la caída del Imperio Romano.
La pregunta que habrá tiempo para responder es ¿era evitable? Por ahora, nos hallamos envueltos en un huracán sistémico que provocará un quiebre brutal en la economía. Ya no se trata del problema de una crisis de hipotecas de alto riesgo sino de una estructura y un sistema financiero global de alto riesgo cuya marea comienza a barrer con la economía real. Los precios de los commodities han comenzado su descenso, que puede prolongarse hasta el próximo año. El petróleo se cotiza un 30% más bajo de su valor de hace un año, y un 50% menos de su valor de hace tres meses. Similar trayectoria siguen las otras materias primas. El cobre se ha desplomado a US$1,59 dólar la libra y nada puede evitar que llegue al US$1,00.
La burbuja financiera iniciada en 1995 por el Dow Jones, que lo llevó a triplicar su valor en 12 años (de los 4.000 a los 14.300 puntos) era claramente insostenible y pese a las advertencias, nadie hizo nada. Tarde o temprano la burbuja tenía que reventar pues internamente el sistema no podía curar sus propias heridas, y el milagro del saneamiento que prometía la teoría de Friedman y su apostasia a la tesis keinesiana de que los mercados no se autorregulan, pasó la aplanadora a esta teoría económica que tenía la respuesta.
Réplica exacta de la crisis de Japón, la actual crisis tiene la diferencia de estar imbricada a través de todas las arterias del sistema. Los canales de transmisión del ciclo hoy funcionan a la velocidad de la luz, las 24 horas, cada segundo. Cuando Japón tuvo su crisis en los años 90 (su década perdida), tal como América Latina tuvo la suya en los 80, estos canales de transmisión no estaban tan desarrollados. Y estas crisis financieras vía burbuja (Japón) o endeudamiento (América Latina), sufrieron su larga agonía. La crisis asiática también fue monetaria tras la devaluación del bath tailandés en un 50% por las tensiones comerciales. Igual cosa en Rusia, Brasil, México, Argentina.
La diferencia con respecto a todas estas últimas crisis de los países en desarrollo es que si bien sus fuertes fuerzas recesivas socavaban a fondo su economía interna, no alcanzaban a ocasionar daño a los países desarrollados, lo que permitía la estabilidad relativa del sistema. Así fue con las últimas crisis. Los países industrializados impulsaban la llamada locomotora del mercado y el sistema distribuía las pérdidas incentivando la masiva concentración del capital y ampliando la brecha entre ricos y pobres.
Esta estructura, establecida como hegemonía en el mundo, privilegió la política monetaria y el sistema financiero por sobre el empleo, el desarrollo sustentable, la calidad de vida, el crecimiento real. Trasladando la preocupación central de la economía a una pura ecuación de utilidad que terminó apostando a la ganancia fácil de la especulación. La llamada contrarrevolución monetarista impulsada por Friedman en su afán absolutista de que "solo el dinero importa" y "el mercado es el mejor asignador de los recursos", consiguió el desmantelamiento paulatino de los pilares que habían levantado el sistema.
Esto ocurrió con la eliminación progresiva (desde principios de los 70 con Nixon, y en los 80 bajo Reagan y Friedman), de la Ley Glass-Steagall, creada en mayo de 1933 por Franklin Delano Roosevelt para la vigilancia y la regulación bancaria. El hecho, minimizado hasta hoy, dejó al sistema sin los ejes que permitían su funcionamiento, llevando a que la locomotora corriera sobre un pavimento vidriado y quebradizo que no tardaría en mostrar su fragilidad. Y la creencia en que un piloto automático corregiría cualquier desviación, ha llevado al mundo a su hora más amarga.
La aplanadora neoliberal en su tendencia al darwinismo social y a la concepción del consumidor racional que busca solo la utilidad monetaria, le significará a la economía un estancamiento global: crecimiento del 0%. Porque esta vez no es un país pequeño el que sucumbe. Es la economía que más consume del planeta y a su elevado endeudamiento acusa un ahorro negativo. Es inevitable que en su arrastre provoque la caída de varios países europeos, muchos de los cuales (Reino Unido, Irlanda, Dinamarca) ya están en recesión, a lo que seguirán los países latinoamericanos como México y Brasil. propagándose al resto de las economías como un reguero de pólvora. Este desplome arrastrará millonarias quiebras mundiales con su espiral creciente de desempleo y profundización de la crisis, lo que obligará a los países a intervenir masivamente en la actividad económica para evitar la parálisis, rescatando las empresas estratégicas que logren amortiguar el impacto de un estancamiento que se prevée mínimo de dos años. La hora de la bifurcación, al decir del sociólogo Immanuel Wallerstein, ha llegado.
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