Inversiones nacionales y extranjeras
Con el sano propósito de promover las inversiones extranjeras, se ha suscitado un debate sobre la revisión de su estatuto legal, el DL 600, de 1974. Algunas autoridades plantean modernizarlo, otros estiman que debe mantenerse, y hay quienes creen que la normativa resulta innecesaria, pues bastarían los tratados de protección de inversiones y las garantías que la Constitución reconoce a los agentes económicos. Éstos agregan que las inversiones deben promoverse por igual, sin exclusiones, sean nacionales o extranjeras.
El "Estatuto de la inversión extranjera" surgió en un contexto político y económico muy distinto del actual. Entonces, la inversión extranjera era inexistente; el país salía lentamente de una honda crisis; grandes inversionistas foráneos habían sido expropiados o se habían retirado; existía control cambiario del Banco Central para cada ingreso y egreso de divisas, y la política de apertura a los mercados mundiales tenía tan sólo unos meses. De allí la necesidad de un instrumento legal que permitiera celebrar contratos con el Estado, para afirmar la no discriminación, accesos al mercado de divisas y, eventualmente, invariabilidad tributaria. Por décadas y con ligeras mejoras, ese régimen jurídico ha proporcionado cuantiosos aportes desde el exterior, decisivos para la modernización del país y para las oportunidades de bienestar de la población. Con todo, la normativa tiene algunos obstáculos en la permanencia mínima de los capitales y plazos máximos para internarlos y, también, en los trámites burocráticos ante el Comité de Inversiones, inconvenientes que podrían removerse.
Hay buenas razones para plantear la sustitución de dicho estatuto por una normativa orgánica general, que especifique las mismas garantías existentes, pero con incorporación automática al patrimonio de los inversionistas extranjeros, sin necesidad de discrecionalidades ni contratos. Desde ya, las mayores garantías son la protección al derecho de propiedad y la no discriminación entre nacionales y extranjeros, ya reconocidos constitucionalmente y en tratados de protección de inversiones. Con libertad cambiaria, quedan por resolver únicamente la extensión de la invariabilidad tributaria -en desuso, por su elevada tasa del 42 por ciento- y la aspiración de los inversionistas de celebrar un contrato específico que reitere sus derechos. Ambas ventajas -discutibles frente a la igualdad ante la ley- son corrientes en economías emergentes, por los efectos de controles cambiarios aplicados por más de medio siglo y la desconfianza proveniente de cambios tributarios. A este último respecto, baste recordar que un reciente estudio del Instituto Fraser ha señalado que se ha degradado el atractivo para invertir en la minería chilena por efectos del debate sobre el "royalty" y la situación laboral en la gran minería del cobre.
Un factor previo a la reforma en estudio es la liberalización de las retrógradas condiciones para desarrollar los hidrocarburos, que restan competitividad al país y atentan contra su seguridad energética. Es inconcebible que las inversiones para explotar y explorar gas y petróleo -las más requeridas- tengan un estatuto más desfavorable que las restantes del DL 600.
En todo caso, cualquier modificación debe apuntar al gran objetivo de promover la inversión en su totalidad -tanto nacional como extranjera-, cuyas últimas tasas, sumadas, son desalentadoras, debido a injustificadas trabas burocráticas y a la inflexibilidad laboral, imposibles de enfrentar por pequeños emprendedores, y a una carga tributaria superior a la de países que compiten y buscan aumentar esas inversiones.
RODRIGO GONZALEZ FERNANDEZ
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