La corrupción es una lacra que tiene no sólo importantes efectos sobre la política y la economía, sino que también sobre la calidad moral de un país. El deterioro de la política y de la credibilidad en las instituciones que acarrea la corrupción genera un ambiente de desconfianza y poco propicio para las inversiones y, por consiguiente, para el crecimiento económico y la superación de la pobreza, entre otros aspectos. En informes comparados nuestro país sale, en general, en buen pie. Éstos, como no pueden medir la corrupción efectiva, recogen percepciones que se forman a través de múltiples canales y que pueden modificarse rápidamente con negativas consecuencias para el desarrollo político, económico y social del país. Aquéllas pueden ser a veces injustas, pero tampoco son irreales. También en ocasiones la sensación de que esas percepciones son injustas obedece a un incorrecto acostumbramiento a la corrupción que nos rodea.
Pero mientras todos estos matices son discutidos por nuestras élites, a menudo con una desaprensión inquietante, la percepción de la población, de acuerdo al último sondeo nacional del Centro de Estudios Públicos, es que la corrupción está en un nivel alto y que ha aumentado significativamente en nuestro país. Esta percepción es inquietante y, aunque puede estar influida por los últimos acontecimientos, obliga a una acción más decidida de nuestros dirigentes políticos. Son ellos, finalmente, quienes están en mejores condiciones para revertir esta alarmante situación. Pero para ello deben estar convencidos de que existe un problema real que debe ser abordado.
No faltan voces que reducen el problema, recordándose el buen posicionamiento del país en indicadores como los elaborados por Transparencia Internacional o recordando datos como los que arroja la encuesta antes citada, que indican que, a pesar de la extendida percepción de corrupción, el 89 por ciento de los entrevistados no ha debido pagar una coima o hacer algún favor para tener acceso a un servicio público. Pero convengamos en que los escalafones de corrupción presentan un ordenamiento relativo, y que Chile aún está lejos de obtener calificaciones como las que caracterizan a los países que ocupan los primeros lugares en ellos. Además, que uno de cada 10 chilenos deba pagar con coimas o favores el acceso a un servicio público es muy grave e intolerable.
Pero, además del peso que para cualquier observador tienen las percepciones, no cabe duda de que ellas se forman sobre la base de hechos reales. Es ya muy larga la lista de situaciones que, en su momento, generaron verdaderos escándalos, y que, en buena parte, nunca fueron debidamente aclaradas. Nada contribuye más al surgimiento de una sensación generalizada de impunidad que las actuaciones, a veces encubiertas, de personeros de muy diversa jerarquía que tratan de convencer a la opinión pública de que los problemas no son tales o, más frecuentemente, de que se está en presencia de interesadas actuaciones de los grupos opositores. En la medida en que no exista una convicción de que las prácticas corruptas deben ser drásticamente erradicadas, porque generan daños irreparables al funcionamiento del sistema político, muy poco se podrá avanzar en recomponer la confianza ciudadana en los sectores dirigentes y en las agrupaciones políticas.
Estamos enfrentados, entonces, a una situación compleja que requiere perseverancia y decisión. La Presidenta tiene en esta materia una responsabilidad especial, porque tiene la credibilidad y la posibilidad real de redefinir la agenda gubernativa, con el fin de generar los cambios que sean necesarios para ir cerrándole los espacios a la corrupción y modificar las percepciones ciudadanas. Los anuncios de noviembre pasado sobre transparencia, probidad y modernización del Estado son apenas el puntapié inicial en este esfuerzo. La población parece tenerlo claro. Apenas el 28 por ciento señala que el Gobierno ha reaccionado bien frente a los hechos de corrupción. Por tanto, si se percibe que éste no avanza en esta materia con los énfasis requeridos, la aprobación presidencial, que ahora parece haber estado influida por un alza en las expectativas económicas, podría sufrir un retroceso en mediciones futuras.
No sólo están los intereses del país en juego, sino que también la percepción sobre el Gobierno y su real interés en modificar la situación actual de las cosas. Es sabido que los partidos oficialistas tienen intereses contrapuestos. Por una parte, pueden beneficiarse de la administración de los servicios públicos y de programas gubernativos y son muy reacios, por tanto, a renunciar a influir en ellos. Por otra, si las prácticas corruptas se detectan, ello puede dañar su imagen en la opinión pública. Pero esa detección supone instituciones que lo permitan, sanciones relevantes y un gobierno comprometido con la denuncia de esas prácticas. Si nada de esto ocurre o las posibilidades de detección son muy escasas, los partidos podrían inclinarse a tomar los riesgos que supone "capturar" servicios públicos y programas gubernativos.
La Presidenta y su gobierno tienen muchas facultades para aumentar esos riesgos y reducir los incentivos de captura. Es hora de usarlas con decisión, lo que supone, entre otros aspectos, mantener a raya las presiones partidarias, supervisar adecuadamente los nombramientos en servicios públicos nacionales y regionales, eliminar decisiones discrecionales, transparentar la evaluación de los más diversos proyectos y programas, pedir renuncias y denunciar a la justicia toda sospecha de irregularidad, facilitar la labor de las entidades fiscalizadoras y pedir a los funcionarios de su confianza una actitud vigilante en estas materias.