Sobre la violencia en Chile
"Todos podemos vivir pagando más o menos impuestos, con mayores o menores regulaciones, con más o menos burocracia, pero lo que definitivamente hace de un país un lugar intolerable es vivir con temor permanente...".
No puedo evitar referirme al tema de la violencia y el rol del Estado luego de la terrible experiencia que como familia hemos vivido a raíz de la cobarde y criminal agresión a mi hermano en la comuna de Vitacura por parte de dos delincuentes ya identificados.
Una larga tradición de filosofía política afirma que el primer y más esencial rol del Estado es proteger los derechos fundamentales de las personas. John Locke sostendría que los seres humanos poseemos derechos naturales a la vida, a la libertad y a la propiedad y que la función del Estado era reconocer esos derechos y protegerlos de la agresión de terceros. Para ello debían existir no solo policías que mantengan el orden, sino también un sistema judicial imparcial que garantizara la aplicación de la violencia organizada -el poder coactivo del Estado- sobre quienes violaran esos derechos. Lo anterior parece de sentido común, pero lamentablemente no lo es.
La delincuencia y brutalidades criminales como la que ha ocurrido a mi hermano se encuentran tan extendidas en el Chile de hoy, que da para preguntarse si acaso nuestro Estado cumple siquiera con su deber más básico. La impunidad y la tolerancia con la violencia están llegando a niveles insostenibles para cualquier sociedad decente y están contribuyendo como ninguna otra cosa al desprestigio de las instituciones y de la democracia como forma de organización política. Porque todos podemos vivir pagando más o menos impuestos, con mayores o menores regulaciones, con más o menos burocracia, pero lo que definitivamente hace de un país un lugar intolerable es vivir con temor permanente. Al final, si el Estado, como dijo Weber, concentra el monopolio de la violencia física, es precisamente para evitar que los particulares la ejerzamos y podamos sentirnos seguros en nuestras casas y en los espacios públicos.
Como probablemente diría el mismo Locke, un Estado que funciona previniendo el delito y castigándolo cuando ocurre es la piedra angular de toda la vida civilizada. Si fracasa en ello, el orden social comienza a deteriorarse, dando paso a que regrese la barbarie. El crimen se extiende, la autotutela se reinstala, el miedo reemplaza a la confianza, el capital humano abandona el país, la inseguridad espanta las inversiones, el desempleo aumenta y, con todo ello, crece la frustración social, llevando a mayor violencia en un círculo vicioso que, de no ser controlado a tiempo, termina por arruinarlo todo.
No hay que viajar muy lejos de Chile para ver cómo opera este letal virus que es la tolerancia con la violencia. En varios de los países de nuestra región no existe realmente vida civilizada. Estados paralelos surgen ofreciendo proveer la justicia que el Estado, además corrupto e ineficiente, no provee. Masacres y crímenes están a la orden del día, y las personas no tienen más remedio que encerrarse y segregarse para estar seguras o emigrar a otros países donde dicha tolerancia no existe.
Chile aún está a tiempo de corregir un rumbo desastroso para todos, independientemente del color político o clase social a la que se pertenezca. En el caso de violencia brutal que nos afectó como familia, confiamos en que la fiscalía, los tribunales y las policías cumplan su rol ejemplarizador, dando una clara señal en el sentido de que el respeto a la seguridad de todos los ciudadanos de este país es una finalidad esencial del Estado.
Hay que insistir en que varios de los países más peligrosos del mundo están en nuestra región, y aunque nos falte para parecernos, si seguimos la tendencia actual, cada vez nos acercamos más a ellos. Porque historias de horror se cuentan por millones, lo que se refleja sistemáticamente en encuestas que ponen a la delincuencia como la prioridad número uno entre los chilenos.
Ningún gobierno hasta ahora ha hecho algo realmente efectivo al respecto, lo que, sin duda, horada la credibilidad de la democracia como el sistema que representa y atiende a las inquietudes más básicas y legítimas de la ciudadanía. Todos sabemos que hace rato debió haber ocurrido un cambio de rumbo a nivel legislativo, sistémico y social que sancione ejemplarmente el uso de la violencia contra otro ser humano. Es de esperar que ese cambio a nivel de conciencia y sistema llegue; de lo contrario, que Dios no lo permita, la próxima historia de horror podría ser la suya.
Una larga tradición de filosofía política afirma que el primer y más esencial rol del Estado es proteger los derechos fundamentales de las personas. John Locke sostendría que los seres humanos poseemos derechos naturales a la vida, a la libertad y a la propiedad y que la función del Estado era reconocer esos derechos y protegerlos de la agresión de terceros. Para ello debían existir no solo policías que mantengan el orden, sino también un sistema judicial imparcial que garantizara la aplicación de la violencia organizada -el poder coactivo del Estado- sobre quienes violaran esos derechos. Lo anterior parece de sentido común, pero lamentablemente no lo es.
La delincuencia y brutalidades criminales como la que ha ocurrido a mi hermano se encuentran tan extendidas en el Chile de hoy, que da para preguntarse si acaso nuestro Estado cumple siquiera con su deber más básico. La impunidad y la tolerancia con la violencia están llegando a niveles insostenibles para cualquier sociedad decente y están contribuyendo como ninguna otra cosa al desprestigio de las instituciones y de la democracia como forma de organización política. Porque todos podemos vivir pagando más o menos impuestos, con mayores o menores regulaciones, con más o menos burocracia, pero lo que definitivamente hace de un país un lugar intolerable es vivir con temor permanente. Al final, si el Estado, como dijo Weber, concentra el monopolio de la violencia física, es precisamente para evitar que los particulares la ejerzamos y podamos sentirnos seguros en nuestras casas y en los espacios públicos.
Como probablemente diría el mismo Locke, un Estado que funciona previniendo el delito y castigándolo cuando ocurre es la piedra angular de toda la vida civilizada. Si fracasa en ello, el orden social comienza a deteriorarse, dando paso a que regrese la barbarie. El crimen se extiende, la autotutela se reinstala, el miedo reemplaza a la confianza, el capital humano abandona el país, la inseguridad espanta las inversiones, el desempleo aumenta y, con todo ello, crece la frustración social, llevando a mayor violencia en un círculo vicioso que, de no ser controlado a tiempo, termina por arruinarlo todo.
No hay que viajar muy lejos de Chile para ver cómo opera este letal virus que es la tolerancia con la violencia. En varios de los países de nuestra región no existe realmente vida civilizada. Estados paralelos surgen ofreciendo proveer la justicia que el Estado, además corrupto e ineficiente, no provee. Masacres y crímenes están a la orden del día, y las personas no tienen más remedio que encerrarse y segregarse para estar seguras o emigrar a otros países donde dicha tolerancia no existe.
Chile aún está a tiempo de corregir un rumbo desastroso para todos, independientemente del color político o clase social a la que se pertenezca. En el caso de violencia brutal que nos afectó como familia, confiamos en que la fiscalía, los tribunales y las policías cumplan su rol ejemplarizador, dando una clara señal en el sentido de que el respeto a la seguridad de todos los ciudadanos de este país es una finalidad esencial del Estado.
Hay que insistir en que varios de los países más peligrosos del mundo están en nuestra región, y aunque nos falte para parecernos, si seguimos la tendencia actual, cada vez nos acercamos más a ellos. Porque historias de horror se cuentan por millones, lo que se refleja sistemáticamente en encuestas que ponen a la delincuencia como la prioridad número uno entre los chilenos.
Ningún gobierno hasta ahora ha hecho algo realmente efectivo al respecto, lo que, sin duda, horada la credibilidad de la democracia como el sistema que representa y atiende a las inquietudes más básicas y legítimas de la ciudadanía. Todos sabemos que hace rato debió haber ocurrido un cambio de rumbo a nivel legislativo, sistémico y social que sancione ejemplarmente el uso de la violencia contra otro ser humano. Es de esperar que ese cambio a nivel de conciencia y sistema llegue; de lo contrario, que Dios no lo permita, la próxima historia de horror podría ser la suya.
Saludos
Rodrigo González Fernández
Diplomado en "Responsabilidad Social Empresarial" de la ONU
Diplomado en "Gestión del Conocimiento" de la ONU
Diplomado en Gerencia en Administracion Publica ONU
Diplomado en Coaching Ejecutivo ONU(
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Santiago- Chile
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