Dia del Consumidor: más y mejor democracia
Ayer, al celebrarse el Día Internacional del Consumidor, muchos han reclamado o se han quejado del trato que reciben de las compañías telefónicas, de los promotores de viviendas, de los bancos o de las grandes superficies por el déficit de calidad en sus productos y servicios, pero la mayoría de los ciudadanos hemos olvidado que el más importante bien de consumo es la democracia y que el mayor estafador es el gobierno.
Como ciudadanos consumidores, tenemos derecho a una democracia de calidad, pero el Estado incumple su contrato con la ciudadanía y se convierte en estafador al haber transformado la democracia en una oligarquía injusta, elitista e ineficiente.
El gobierno democrático, como representante del Estado, ha firmado un contrato no escrito con los ciudadanos mediante el cual está obligado a ofrecer no sólo democracia sino una democracia de calidad. En ese contrato, el principal que firma un ciudadano en su vida, muchos más que el de compra de una vivienda o un coche, cada parte asume unos compromisos concretos: los ciudadanos deben obedecer las leyes, pagar impuestos y entregar todo tipo de armas al gobierno, el cual, por su parte, se compromete, entre otras cosas, a administrar con inteligencia y equidad los fondos públicos y a garantizar la paz, la justicia, la igualdad y la seguridad de los ciudadanos.
Basta echar una mirada al contrato y a la vida real para descubrir que hay siempre un estafador y un estafado. El estafador es el gobierno, que gestiona injustamente los fondos, reparte gran parte del pastel entre sus amigos y margina al adversario; que administra mal y crea un mundo violento y sin paz; que aplica la justicia tarde, mal y utilizando distintas varas de medir, la dura para los enemigos y la blanda para los amigos del poder; que construye un mundo desigual, cruelmente dividido en dos bandos: el de los desposeidos y aplastados y el de los poderosos, cargados de privilegios y ventajas; y que deja a los ciudadanos desamparados en las calles y en la vida diaria frente a asesinos, secuestradores, corruptos y todo tipo de bandas y pandillas, a las que el Estado, curiosamente, sí les permite armarse hasta los dientes para someter, robar, secuestrar y asesinar.
Ante el análisis sereno de cómo funciona el mundo, resulta evidente que el Estado es el mayor de los estafadores y el ciudadano el gran estafado. El milagro (o la paradoja) consiste en que nadie reclama, en que la mirada acusadora se dirige hacia las compañías de teléfonos o los vendedores de pisos, sin que el rebaño domesticado de ciudadanos perciba que la mayor y más indignante estafa es la de los pastores, la de los que, desde el poder público, incumplen cada día ese contrato vital entre Estado y los ciudadanos, suscrito para regular y garantizar la paz, la convivencia, la justicia y otros valores, una y otra vez pisoteados por el poder estafador.
¿Alguien se atreve a reclamar más y mejor democracia ante las asociaciones de consumidores y a acusar al Estado de "estafa" ante los tribunales de Justicia? ¿Por qué cuando somos asaltados y golpeados en nuestros hogares o en la calle no recurrimos ante los jueces, acusando al Estado de incumplir su compromiso contractual de garantizar la seguridad? Si no es capaz de hacerlo, que nos devuelva las armas para que nos defendamos nosotros ¿Es que sólo el ciudadano está obligado a cumplir su parte del contrato, pagando impuestos y sometiéndose al poder público?
Animense ciudadanos a denunciarlos, aunque los grandes poderes se mueran de risa.
Como ciudadanos consumidores, tenemos derecho a una democracia de calidad, pero el Estado incumple su contrato con la ciudadanía y se convierte en estafador al haber transformado la democracia en una oligarquía injusta, elitista e ineficiente.
El gobierno democrático, como representante del Estado, ha firmado un contrato no escrito con los ciudadanos mediante el cual está obligado a ofrecer no sólo democracia sino una democracia de calidad. En ese contrato, el principal que firma un ciudadano en su vida, muchos más que el de compra de una vivienda o un coche, cada parte asume unos compromisos concretos: los ciudadanos deben obedecer las leyes, pagar impuestos y entregar todo tipo de armas al gobierno, el cual, por su parte, se compromete, entre otras cosas, a administrar con inteligencia y equidad los fondos públicos y a garantizar la paz, la justicia, la igualdad y la seguridad de los ciudadanos.
Basta echar una mirada al contrato y a la vida real para descubrir que hay siempre un estafador y un estafado. El estafador es el gobierno, que gestiona injustamente los fondos, reparte gran parte del pastel entre sus amigos y margina al adversario; que administra mal y crea un mundo violento y sin paz; que aplica la justicia tarde, mal y utilizando distintas varas de medir, la dura para los enemigos y la blanda para los amigos del poder; que construye un mundo desigual, cruelmente dividido en dos bandos: el de los desposeidos y aplastados y el de los poderosos, cargados de privilegios y ventajas; y que deja a los ciudadanos desamparados en las calles y en la vida diaria frente a asesinos, secuestradores, corruptos y todo tipo de bandas y pandillas, a las que el Estado, curiosamente, sí les permite armarse hasta los dientes para someter, robar, secuestrar y asesinar.
Ante el análisis sereno de cómo funciona el mundo, resulta evidente que el Estado es el mayor de los estafadores y el ciudadano el gran estafado. El milagro (o la paradoja) consiste en que nadie reclama, en que la mirada acusadora se dirige hacia las compañías de teléfonos o los vendedores de pisos, sin que el rebaño domesticado de ciudadanos perciba que la mayor y más indignante estafa es la de los pastores, la de los que, desde el poder público, incumplen cada día ese contrato vital entre Estado y los ciudadanos, suscrito para regular y garantizar la paz, la convivencia, la justicia y otros valores, una y otra vez pisoteados por el poder estafador.
¿Alguien se atreve a reclamar más y mejor democracia ante las asociaciones de consumidores y a acusar al Estado de "estafa" ante los tribunales de Justicia? ¿Por qué cuando somos asaltados y golpeados en nuestros hogares o en la calle no recurrimos ante los jueces, acusando al Estado de incumplir su compromiso contractual de garantizar la seguridad? Si no es capaz de hacerlo, que nos devuelva las armas para que nos defendamos nosotros ¿Es que sólo el ciudadano está obligado a cumplir su parte del contrato, pagando impuestos y sometiéndose al poder público?
Animense ciudadanos a denunciarlos, aunque los grandes poderes se mueran de risa.
SALUDOS CORDIALES
RODRIGO GONZALEZ FERNANDEZ
CONSULTAJURIDICACHILE.BLOGSPOT.COM
TELEFONO: CEL. 76850061
RENATO SANCHEZ 3586 SANTIAGO,CHILE
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