Al poco de abordar esta obra de reciente aparición en las librerías, avalada además por una oleada de críticas entusiastas, enseguida me di cuenta de que me enfrentaba a una especie de Bill Bryson femenina. Eso significa: diversión a raudales, rigor, continuos guiños al lector y una documentación exhaustiva. No me equivoqué. Natalie Angier escribe sobre temas de biología para el New York Times, por lo cual recibió un premio Pulitzer. Antes que El canon, escribió un libro dedicado a la mujer que fue proclamado el mejor libro del año por numerosas publicaciones americanas especializadas (próximamente saldrá a la venta, y el mismo día que lo haga, juro y perjuro que lo leeré).
Y no me extraña el revuelo que ha levantado esta humilde y dicharachera autora con esta obra descomunal y fascinante. Mi emoción al leer sus páginas era tal que no pude dejar de hacerlo de principio a fin. Me dejé los ojos, pero en contrapartida me hinchó el cerebro y el corazón hasta límites que creía imposibles. He llorado, he reído y me he enamorado para siempre de Natalie Angier. Sin duda, El canon es uno de los más brillantes y divertidos libros de divulgación científica que he leído. Pero divertido de verdad, con el cafeínico speech y las continuas alusiones a la cultura pop de Las chicas Gilmore.
El canon constituye la columna vertebral de todo lo que uno debería saber, como mínimo, para no parecer un egocéntrico analfabeto incapacitado moral y mentalmente para abrir su estúpida boca a propósito de cualquier asunto, por pequeñísimo que éste sea. Lo desesperante es que el 99 % de la gente ignora el 99 % de lo que se dice en este libro, y seguimos adelante dando palos de ciego, como perfectos indocumentados.
El canon está dividido en unas pocas áreas de conocimiento imprescindibles para prepararnos mentalmente para empezar a aprender cosas de verdad (este libro no te enseña demasiado, sólo te hace olvidar casi todo lo que has aprendido y crees cierto y te indica cuál es el largo sendero que debes tomar a partir de ahora si quieres empezar a sentirte sabio de verdad). Primero explica cómo se mira el mundo desde un punto de vista científico, que por supuesto no tiene nada que ver con lo que suele pensar la gente: recordamos de nuevo que la gente no suele saber absolutamente nada sobre nada, ni siquiera que no sabe nada. Tener mentalidad científica no consiste en aprenderse de memoria un puñado de datos, como la tabla periódica o el funcionamiento interno de una célula, nada de eso: es un estado mental, una manera de mirar, un escepticismo crítico perpetuo.
Luego pasa a desgranar cómo funciona el mundo de las probabilidades: por qué la gente compra lotería sin tener ni idea de lo idiota que es hacerlo, por qué las casualidades no son tales, etc. En definitiva, que contamos mal las cosas, siempre atolondrados en creencias irracionales.
A continuación toca calibrar las magnitudes y las medidas. Cuál es nuestra verdadera posición en el mundo, cuáles son los tamaños de las cosas, desde un quark hasta una célula, cuáles son las distancias que hay de nuestra casa a la siguiente galaxia. Y lo hace de tal modo que en verdad eres capaz de sentir el vértigo de lo pequeño y lo grande, lo cercano y lo desquiciantemente lejano. Un ejercicio de humildad imprescindible: sin humildad no hay conocimiento científico, sólo chorradas de mercadillo, puras opiniones que en realidad no han servido nunca ni servirán para nada. El canon dice: jamás te fíes de tus opiniones ni de las opiniones de los demás, por mucho que te atraigan. Las cosas o se demuestran o no se saben. Punto. Si crees algo, necesitas una hipótesis para creerlo, y una hipótesis no se forma sólo con ideas personales, experiencias o demás. Las hipótesis precisan de una serie de requisitos que, oh, de nuevo casi todos ignoramos, como ignoramos que ignoramos lo que ignoramos.
Luego viene la física, la disciplina que está detrás de todas las cosas que existen en nuestro mundo. La física debería ser, de hecho, la primera y principal materia de estudio en los colegios; más tarde vendría todo lo demás. Se dedica otro capítulo a la no menos importante química, que es la responsable directa de todo lo que sentimos, vemos, soñamos, ambicionamos. Más tarde, la biología evolutiva, uno de los conceptos más revolucionarios para comprender qué somos, por qué hacemos lo que hacemos y hacia dónde vamos, si es que vamos a algún sitio. Luego la biología molecular; la geología; y finalmente la astronomía. Y lástima que ya se termine el libro, porque uno, al llegar a la última línea, por pura atracción físico-química con la autora, desea más y más. Pero, en fin, todos los libros se acaban.
Veamos una muestra de la enjundiosa prosa de la autora:
En este país, el número de adolescentes amantes de la ciencia suele ser menor que el número de aburridos apodos que se les otorga: son empollones, pazguatos, cabezas de huevo, cabezas picudas, cerebritos, ratas de laboratorio, el término recientemente acuñado aspies (por el Síndrome de Asperger). Y, caramba, ¿por qué no "cocos" o "torpes" (los últimos en ser seleccionados para cada deporte)? Los adolescentes no científicos, por otro lado, se conocen como "adolescentes", excepto entre ellos mismos, en cuyo caso, con independencia del género, se comunican utilizando combinaciones de la palabra "tío". Por ejemplo: "Vosotros, tíos" u "¡Oíd, tíos!" o "¡Eh, tíos!". Los "¡tío!" no suelen tener problemas para diferenciarse de los empollones que van con la probeta en la mano. Pero, en el caso de que surja alguna duda, un adolescente siempre se apresurará a afirmar su inequívoca condición de "tío" o "tía", tal como aprendí recientemente mientras caminaba detrás de dos chicas de unos 16 años.
Editorial Paidós
Colección Contextos
400 páginas
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