Un reciente documental, "Cuentos sobre el futuro", habla sobre Chile más que un tratado de sociología de la pobreza. Cuatro niños de la población Los Navíos, un sector muy pobre de Santiago, se filmaron a sí mismos en su escuela. Sus miradas eran expresivas, pero su lenguaje elemental. Sin embargo, aún vivían ilusiones acerca de lo que sería su vida.
Ahora, cuando están en torno a los 30, la autora los encuentra en su dura lucha contra la pobreza. Tienen sus parejas y están formando familias. Uno trabaja regando jardines en el barrio alto. Otros en pequeñas industrias, que recuerdan "Tiempos modernos" de Chaplin. El más voluntarioso pasa pronto de operario a jefe de línea. Una joven, luego de muchas esperas tediosas, admira radiante la nueva vida que se abre al hijo con el labio leporino reparado. Con pocas armas, todos luchan por tener una buena vida.
Este cuadro es reproducido por encuestas del CEP a lo largo de más de dos décadas. Para salir adelante, la gran mayoría de los chilenos piensa que son esenciales el esfuerzo personal, el espíritu de iniciativa y el nivel educacional. Así se explica que cerca del 80% estime preferibles los programas que mejoren sus capacidades a los bonos en dinero. Y estas valoraciones se han mantenido en el tiempo y son muy transversales entre los grupos sociales.
El leitmotiv de la educación ha sido puesto por los estudiantes en la conciencia pública. De hecho, llegué este lunes muy interesado a una reunión académica en que participaban notables expertos en políticas educacionales. Los más legos quedamos pronto sobrecogidos: la desventaja en lenguaje, motricidad y otras destrezas básicas de los niños socialmente menos favorecidos aumenta dos y media veces entre los 36 y los 52 meses de edad. La desigualdad comienza en la casa y se consolida en el jardín infantil. Ahí se gesta ese designio de los dioses que afecta a los pobres en Chile.
El niño de la población Los Navíos, sonriente y esperanzado a los diez años, ha hecho un esfuerzo enorme para llegar a ser jefe de línea. Sus dificultades se gestaron cuando aún no cumplía cinco años. La diferencia en capital cultural es la raíz más profunda y estructural de la desigualdad.
La pregunta que naturalmente surge es qué hacer. En los últimos diez años se ha ampliado el acceso a jardines infantiles. Gran iniciativa política; pero no responde a un modelo enfocado al desarrollo precoz del niño. Son más bien guarderías que facilitan el trabajo de las madres. Las tías suelen carecer de una misión clara y de calificación profesional. De hecho, incuban la desigualdad, porque les basta con que los niños pasen días enteros hipnotizados por el televisor. Exactamente lo contrario que escuché hace 40 años de amigas psicólogas, expertas en estimulación precoz.
¿Qué puede y debe hacer la política? Unir al país en atender sin estridencia a problemas reales. Este enfoque más minimalista, que cambió la cara de la izquierda europea del norte a partir de los 70, nos alerta de que la política es un arte delicado, porque atiende a muchos fines con medios limitados. En el caso de la desigualdad, lo único cierto es que se trata de una tarea de generaciones.
Las movilizaciones estudiantiles han tenido motivaciones legítimas y han traído la educación al foro público. Sin embargo, esas ideas entregadas a sí mismas son una llamarada que se lleva el viento. Una marcha con arte y gracia podría terminar cerrando exitosamente el ciclo. Pero nada de eso es probable, porque el mundo político se apura en complacer a los estudiantes. ¿Temor a ser arrollados por una ola que no comprenden? Ignoran que ya a fines de 2011 dos tercios de los chilenos no simpatizaba con las tomas y un 79% reprobaba que las marchas se desarrollaran en lugares no autorizados.
¿No será que nos está fallando la idea de república? En una democracia es insustituible la forma representativa, como lo ha mostrado Óscar Godoy en su hermoso libro reciente sobre los orígenes del ideal democrático y republicano en Aristóteles. El asambleísmo plebiscitario que cunde entre los estudiantes se opone a una genuina deliberación. Los pensadores más lúcidos de la izquierda, como Habermas y Bobbio, lo rechazan con vehemencia. La asamblea es fundamentalista y manipuladora. El disenso no es argumentativo, sino se paga con exclusión; el que levanta la mano es amarillo.
Muchos políticos y autoridades parecen boxeadores a quienes los estudiantes han dado un golpe en el mentón. Dejan de ser guías y devienen en sus aduladores. La democracia decadente despliega un proceso de disolución de las instituciones políticas, en que no hay propiamente Constitución, porque en ella no hay ley ni verdadera autoridad. El diagnóstico de Aristóteles tiene ya 2.300 años.
La verdad es que los problemas de la desigualdad están en los jardines infantiles, en el gobierno de las escuelas, en los profesores, en el trabajo paciente con los padres. Solo así se le puede atacar desde su raíz. Pero para eso se requieren autoridades republicanas guiadas por el viejo concepto del bien común.
Las ideas y la inflación de los derechos no cambian el mundo. Se requiere de la política y de la ley. Ambos son el resultado de un proceso deliberativo dirigido por la razón y que inevitablemente tiene delicados componentes técnicos. El demonio está en los detalles escribía un lúcido columnista en este diario. Pero una cierta tecnofobia también parece crecer como marea. Lo cierto es que como nunca antes se requieren expertos en educación, en energía, en economía de la salud y en todas las áreas en que el país hace agua. Pasito a pasito, atacando los problemas en sí mismos y no disparando a la bandada, se logra que la política moderna sea más participativa y reflexiva, a la vez. Tal vez solo con esa modesta ilusión hoy se puede ser de verdad un estadista.
Enrique Barros
Abogado, profesor de Derecho de la U. de Chile
Miembro de Número de la Academia Chilena de Ciencias Sociales y Morales