Nuestra aventura moderna ha significado desafiar a la autoridad, una lucha enorme y fabulosa por la liberación individual de la que podemos estar realmente orgullosos. Pero esa ampliación de la libertad en todos los órdenes no ha significado, sin embargo, la emancipación moral de los individuos, sino que en mucho casos ha desembocado en versiones incívicas. Sin duda, hoy somos más libres, pero no hay razón para creer que somos mejores. Javier Gomá se refiere en su reciente libro Ejemplaridad pública a la barbarie de ciudadanos liberados pero no emancipados, instintivamente autoafirmados pero desinhibidos de todo deber. Ulrich Beck los denominó anteriormente (2002) "desincrustados" de los tradicionales vínculos sociales y de sus valores e incapaces de reincrustarse a otros nuevos.
Comenzamos, pues, la segunda década del siglo XXI siendo conscientes de ese peligro. El yo moderno ya no se deja acomodar socialmente y eso puede convertir fácilmente la individualización en individualismo, o la subjetividad en subjetivismo de masas (todos idénticos en la pretensión de ser únicos). Algo muy exaltado en el arte y también en la pedagogía contracultural de no hace muchos años fue la defensa de la libertad sin límites, de la originalidad, la espontaneidad, la rebeldía, la no represión de los deseos, la afloración de lo instintivo. Ahora estamos recogiendo las consecuencias y las sentimos en forma de descontento moral y cultural.
Civilizar y resocializar la subjetividad moderna no es tarea fácil. Intentar hacerlo sin apelar básicamente a formas represivas o coactivas lo es todavía más. Que se lo digan hoy a padres y docentes
No parece haber una tercera vía posible entre, por un lado, la idea de una civilización inevitablemente limitadora del yo y, por otro, una emancipación subjetiva que derive hacia la vulgaridad y la barbarie.
Sin embargo, el mérito de Gomá ha consistido en atreverse a proponer una teoría contemporánea de la ejemplaridad moral, una ejemplaridad pública persuasiva y no autoritaria capaz de construir un nuevo orden cívico que ponga las bases para el progreso moral y que suponga una auténtica reforma de ese yo trivializado y vulgar. ¿Puede ser recuperada como herramienta válida para la reforma moral posmoderna algo "tan antiguo" como el poder de la fuerza persuasiva del ejemplo? Al fin y al cabo, el referente tiene la virtud de encarnar una oferta de sentido, un modelo de perfección moral que, respetando nuestra autonomía, nos interpela, nos invita a mejorar y nos conduce a reconocer que no todas las formas de vida son igualmente valiosas.
Gomá detecta dos grandes obstáculos para la creación de una democracia robusta. En primer lugar, no es posible defender el ideal de una república virtuosa compuesta por ciudadanos relevados del deber de serlo. Y, en segundo lugar, esa liberación individual de toda autoridad ha provocado que nuestras creencias y costumbres colectivas hayan quedado devastadas y con ellas los instrumentos clásicos de socialización. Estaríamos, pues, ante una democracia sin mores, atomizada, desintegrada.
El problema, por lo tanto, no reside en la pervivencia o no de ejemplos morales particulares sino en la necesidad imperiosa de nuestras democracias, si quieren sobrevivir, de constituir una oferta pública convincente y atractiva de modelos de virtud cívica y moral que diseminen determinados modos de vivir en comunidad (y no otros) entre los ciudadanos. Los pilares sobre los que se sostendría la nación serían entonces, Cicerón dixit, las (buenas) costumbres y la excelencia moral de los hombres que la gobiernan, y de todos los que ocupan algún lugar en el espacio público.
Pero tanto si nuestras democracias son capaces o no de conseguir este objetivo, lo cierto es que el espacio público actual donde transita nuestra subjetividad está totalmente saturado, por un lado, por figuras populares que Gomá define como "ejemplos sin ejemplaridad", famosos y famosas de dudosa trayectoria, reyes de la vulgaridad o príncipes de la extravagancia. Y, por otro lado, ese mismo espacio ha sido colonizado por la oferta privada "convincente y atractiva" de modelos publicitarios de consumo que, por extensión, también son modelos de vida. De manera que el poder atractivo de los mejores en sus maneras de ser y de vivirdifícilmente llega a impactar en nosotros y reformar nuestras vidas. En la república de Cicerón no reinaba la televisión
La buena noticia es que en un contexto igualitario y democrático la ejemplaridad es y puede ser generalizable: todos podemos ser ejemplo para todos. Para que eso ocurra hemos de (man)tener experiencias compartidas y hemos de ser capaces de "ver", diferenciar y reconocer (y luego volver a forjar) aquellas conductas que merezcan servir de prototipo Gomá lo denomina el imperativo de ejemplaridad: "Obra de tal manera que tu comportamiento sea imitable y generalizable en tu círculo de influencia, produciendo en él un impacto civilizatorio". Si todos vivimos en una red de influencias mutuas, ¿de qué somos ejemplo los unos para los otros? ¿Qué ven los demás cuando se encuentran con nosotros?
[Artículo publicado conjuntamente con Àngel Castiñeira en La Vanguardia el 4 de marzo de 2010]
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