El odio es una pasión, o matriz de pasiones, que puede anidarse profundamente en el espíritu de un hombre, convirtiéndose en hábito arraigado, es decir, constituirse en lo que se ha llamado una segunda naturaleza. No es necesario, para que el odio se instale en el al-ma, que haya manifestaciones externas notorias de su existencia. Se le suele asociar a la ira, pero ésta, aunque aparentemente sea más violenta que el odio, por lo mismo que es una descarga de furia, es más pasajera: cuando se ha echado fuera la indignación, se acaba el combustible y la ira necesariamente ve apagarse su ardor. Pero si tras la ira hay odio, éste permanece: no se consume junto con el arrebato de cólera. Al contrario, si la ira ha alimentado rencores, éstos secretamente afincan las raíces del odio.
Si no requiere de manifestaciones externas para afirmarse, el odio es perfectamente com-patible con formas de conducta educadas y corteses. Una bienvenida afable, una sonrisa acogedora, una conversación comedida o una atención obsequiosa pueden perfectamente ser la máscara que la vida mundana ofrece para disimular el odio, el cual, si se deja llevar por la destemplanza, puede ver disminuida su eficacia, que consiste en el poder para pro-curar un mal. Se ha dicho, por lo demás, que la forma más perfecta del odio es la indife-rencia, lo cual se explica por la razón de que una forma básica de querer el mal de alguien es la de no querer su bien. La indiferencia, propia de todo individualismo, corresponde a la directa negación de la norma que contiene como principio a todos los preceptos morales referidos a la conducta ante los demás, la de "amar al prójimo como a uno mismo". De este modo se comprende que la indiferencia ante el prójimo, la negación del verdadero amor a él, pueda adornarse con formas elegantes que encierren la más gélida de las actitu-des que un hombre pueda tener respecto de los otros.
El odio es en principio singular y personal. Se identifica, en este aspecto, con el resenti-miento, el cual, como se sabe, es el sentimiento de haber sufrido un agravio una injusticia o una grave ofensa, reales o imaginadas al cual se une la sensación de la propia impotencia para reivindicarse. Ese sentimiento se anida en la memoria, se alimenta de sí mismo, se desconecta del motivo concreto que lo causó y se transforma en un estado per-manente del alma, para la cual todos son virtualmente culpables de ese agravio o de cualquier otro. Se odia a todos, aunque el resentido necesite de otros para llevar a cabo su acción reivindicatoria, lo cual no implica un amor de amistad con sus cómplices. Puede haber tanto odio a éstos como el que se tiene a los enemigos declarados; sólo hay una alianza temporal que, cuando ya no es necesaria, se traduce en la eliminación moral hay veces en que también es física del eventual socio. El resentido es, en la medida en que el resentimiento lo domina, incapaz de amar, incapaz de apreciar el bien real del otro, pues se halla dominado por una especie de odio universal.
Siempre ha habido resentidos Gregorio Marañón tituló uno de sus libros Tiberio o la historia de un resentimiento, y cada uno ha llevado sobre sí la secreta carga de la causa de su vida frustrada. Pero lo verdaderamente peligroso para la vida común es que diversos resentidos pongan en sintonía sus resentimientos. Se crea una fuerza pública temible, pues nada hay que pueda imponer respeto a esta colusión de resentidos. Y cuando tienen poder, son impasibles en su acción destructora. No se dan razones para llevar a cabo esta acción, no se discute, pues no hay ni el mínimo amor a la verdad. Por esto la mentira les es conna-tural. Las razones no valen, vale únicamente el poder, y éste para corromper, no para edi-ficar. Si se trata, por ejemplo, de imponer una ley para permitir el aborto, no hay ningún argumento válido como el de que se trata de un asesinato premeditado y alevoso, cosa que ellos perfectamente saben que pueda, en cuanto tal, hacerles desistir de su propósito. De hecho, la promoción del aborto es una de las formas más extendidas de odio a la humanidad, a la criatura humana concreta. Se puede dar la aparente paradoja de que se promueva el aumento de la natalidad al mismo tiempo que se difunden prácticas aborti-vas: es sólo aparente la paradoja, pues lo primero por lo general obedece a motivos más bien pragmáticos, de índole política o económica, y en cambio lo segundo, la imposición del aborto, corresponde a ese odio profundo que actúa, en las mentalidades resentidas e ideologizadas, como principio universal de conducta.
Siendo en principio personal, el odio puede extenderse y adquirir formas públicas e insti-tucionalizadas. En nuestra patria el odio se instaló como política pública con la reforma agraria durante el gobierno de Frei Montalva. Al amparo de esa reforma, se buscó destruir a toda una clase social, los agricultores dueños de sus tierras. Toda la acción de confisca-ción o usurpación de tierras tuvo ese objetivo, el de destruir; y efectivamente destruyó, no sólo instituciones agrarias tradicionales, sino personas, sobre todo moral y psicológica-mente, pero también físicamente.
El odio es fecundo. No es casualidad que en el clima social que se creó en los años sesen-ta haya engendrado movimientos revolucionarios para los cuales la necesidad de matar era inseparable de sus objetivos. Ese clima, como era previsible, se extendió durante el go-bierno de Allende, y no hubo chileno que no viviera entonces en una tensión bélica coti-diana. La concordia política desapareció del todo, y sin ella es imposible una convivencia normal.
Hubo el interregno del gobierno militar, durante el cual se recuperó la paz social, a costa de una represión que, vista la situación anterior, en que la vida humana valía menos que un pucho, era imprescindible. Los militares actuaron como saben hacerlo, y lograron lo que se veía muy difícil: la recuperación de la vida ordenada y de la tranquilidad social.
Pero fue sólo un interregno. El odio siguió existiendo, comunicándose, contagiando. Y tiene un principal objetivo: destruir a las Fuerzas Armadas, transformándolas en algo mo-ralmente impotente. Hay en esto, por cierto, venganza, pero no es sólo venganza. Hay, en los juicios contra los miembros de las instituciones armadas, en las acusaciones y en las sentencias condenatorias, un odio que muy precariamente se quiere disimular mediante actitudes en apariencia ecuánimes y graves, a las cuales hace eco la cobardía de quienes podrían levantar la voz, y no precisamente para repetir, con solemnidad farisaica, tanta mentira.