por Mary Anastasia O'Grady
Mary Anastasia O'Grady es editora de la columna de las Américas del Wall Street Journal.
Cientos de correos electrónicos enviados desde Honduras inundaron mi casilla la semana pasada luego de dedicar mi columna al arresto militar del presidente Manuel Zelaya, ordenado por la Corte Suprema, y su subsiguiente destierro.
Las violaciones de Zelaya a la ley en los meses recientes fueron numerosas. Pero la gota que derramó el vaso se produjo hace 10 días, cuando encabezó una multitud violenta que irrumpió en una base militar para tomar y distribuir las boletas electorales impresas en Venezuela para realizar un referéndum ilegal.
Todas salvo un puñado de los emails recibidos pedían la comprensión internacional de la amenaza a la democracia constitucional que representaba Zelaya. Una frase se repitió una y otra vez fue "por favor ruegue por nosotros".
Los hondureños tienen buenas razones para invocar una intervención divina: la razón ha desaparecido sin pedir permiso en lugares como las Naciones Unidas y el Departamento de Estado de EE.UU. Dirigiendo el debate sobre el comportamiento de Zelaya se encuentra el hombre fuerte de Venezuela Hugo Chávez, quien ahora es la autoridad reinante sobre la "democracia".
Chávez exige la restauración de Zelaya e incluso amenaza con derrocar al nuevo presidente de Honduras, Roberto Micheletti. El venezolano lidera su ofensiva desde la Organización de Estados Americanos (OEA). Las Naciones Unidas y el gobierno del presidente Barack Obama repiten los mismos argumentos.
¿Esto es una locura? No hay duda. Hemos caído a través del espejo y es hora de revisar la forma en que las relaciones hemisféricas llegaron a un estado tan paupérrimo.
La historia comienza en 2004, cuando Chávez aún era un aspirante a déspota y EE.UU. siguió una política de apaciguamiento. No es de extrañar, entonces, que eso sólo intensificó su apetito por el poder.
Chávez ya había reformado la Constitución venezolana, asumido el control del poder judicial y el Consejo Nacional Electoral (CNE), militarizado el gobierno y emprendido una enérgica política exterior y antiestadounidense, prometiendo extender su revolución alrededor del hemisferio.
Muchos venezolanos se alarmaron y la oposición trabajó arduamente para reunir las firmas necesarias para un llevar a cabo referéndum presidencial revocatorio permitido bajo la Constitución. A medida que se acercaba el día de la votación, Chávez actuaba como si supiera que sus días estaban contados. La Unión Europea se negó a enviar un equipo de observadores, aduciendo la falta de transparencia. La OEA envió observadores y en los meses y semanas previos a la votación el jefe de la misión, Fernando Jaramillo, se quejó amargamente por las tácticas de intimidación del Estado contra la población. Chávez le dio al entonces Secretario General de la OEA, César Gaviria, un ultimátum: o sacaba del país a Jaramillo o el referéndum sería anulado. Chávez obtuvo lo que quería y Jaramillo fue retirado.
El Centro Carter también fue invitado a "observar", y el ex presidente estadounidense Jimmy Carter fue recibido cálidamente por Chávez a su arribo a Venezuela.
Un problema clave, más allá de la cantidad de los registros electores corruptos y la intimidación del gobierno, fue que Chávez no permitió una auditoría de sus máquinas de votación electrónicas. Las encuestas a boca de urna lo mostraban perdiendo de forma decisiva. Pero en la mitad de la noche los miembros de la minoría del CNE fueron echados del centro de comando electoral. Poco después, Chávez se adjudicó la victoria. Nunca hubo una auditoría creíble de los votos en papel contra los recuentos en las máquinas de votación automática.
A pesar de la aprobación de Carter, la respuesta adecuada de EE.UU. y la OEA ere obvia: el proceso había estado envuelto en secretos de Estado y, por lo tanto, era imposible apoyar o rechazar los resultados. Los patriotas de Venezuela rogaron por la ayuda del mundo exterior. En cambio, el subsecretario de Estado para el hemisferio occidental, Roger Noriega, y la OEA le dieron su visto bueno a la farsa.
Nunca hubo una explicación de este apoyo a ciegas, pero tras bambalinas hubo denuncias de que Chávez amenazó con sacar a sus milicias a las calles y derramar sangre. Los pozos petroleros iban a ser quemados. Hasta el día de hoy, la oposición venezolana afirma que EE.UU. y Gaviria hicieron un cálculo frío y concluyeron que ceder ante Chávez evitaría la violencia.
Previsiblemente, el apoyo de Washington al proceso electoral fallido fue una luz verde. Chávez se volvió más agresivo, alentado por su estatus "legítimo". Se dedicó a usar el dinero de los ingresos petroleros para desestabilizar las democracias boliviana y ecuatoriana y para ayudar a elegir a Daniel Ortega en Nicaragua y Cristina Fernández de Kirchner en Argentina. Fidel Castro, con el respaldo soviético, logró intimidar a sus vecinos en los años 60 y 70, y Chávez ha hecho lo mismo en el nuevo milenio. Esto le ha dado un amplio poder en la OEA.
Los hondureños tuvieron la valentía de responder. Ahora, los agitadores respaldados por Chávez intentan fomentar la violencia. Ayer por la tarde, el servicio aeronáutico fue suspendido en Tegucigalpa debido a que cuando Zelaya intentó regresar al país y su avión no fue permitido aterrizar, sus partidarios amenazaron con causar problemas en las calles.
Este es uno de esos momentos en los que EE.UU. debe estar al lado del estado de derecho, que la Justicia y el Congreso hondureño hicieron valer. Si Washington no cambia de rumbo, será un acto más de apaciguamiento hacia un dictador ambicioso y cada vez más peligroso.
Este artículo fue publicado originalmente en Wall Street Journal (EE.UU.) el 4 de julio de 2009.
Este artículo ha sido reproducido con el permiso del Wall Street Journal © 2009
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