Por Sebastián Piñera
Hoy el medio ambiente se ha instalado en nuestras conciencias como un tema ético y de sobrevivencia prioritario. O cuidamos nuestro entorno y tomamos medidas drásticas o los nietos de nuestros nietos sólo conocerán los bosques y ríos cristalinos a través de libros de historia. Dentro de los principales problemas, destacan la desertificación y la sequía.
Se calcula que existen 3.200 millones de hectáreas desertificadas en el mundo, que afectan a más de un sexto de la población mundial, con una fuerte correlación con los mayores índices de pobreza. El 10% de esta superficie se encuentra en Latinoamérica. El 60% del territorio chileno ya es desierto y alcanza a 48,3 millones de hectáreas. Lenta, pero sostenidamente el desierto en Chile avanza a un ritmo creciente y se estima que, de mantenerse este ritmo, llegue Rancagua en el año 2040.
¿Las causas? La tala de bosques y la erosión de suelos producto de actividades como siembras extractivas, sobre pastoreo, incendios forestales, cambios en el uso de suelo, entre otras, a las que hay que sumar los factores que incentivan este flagelo como la sequía, el calentamiento global y el retroceso de los glaciares producidos por el fenómeno de Cambio Climático. Es decir, causas que son producto de la naturaleza y, por lo tanto, no podemos controlar, y causas que son responsabilidad de la acción humana y, por lo tanto, posibles de corregir y enmendar.
Las consecuencias de esta invasión sobre la vida humana en ciudades y localidades, antes fértiles, resultan devastadoras para la calidad de vida. Adicionalmente, las consecuencias sobre la actividad económica de las zonas invadidas provocan importantes pérdidas de riqueza y empleos generando migraciones y desarraigos.
Frente a esta realidad tenemos dos alternativas: hacer lo mismo que hemos hecho hasta ahora y dejar que el desierto siga ganando terreno sin que nadie se le ponga al frente o, por el contrario, llevar a cabo cambios serios y profundos que involucren a todos los sectores de nuestro país. Sin duda la segunda opción es la que debemos adoptar. Y para esto se requiere desde ya comenzar con un plan de acción que parta con un programa de reforestación de, al menos, 1.200.000 hectáreas en 4 años.
Chile requiere de este aumento para neutralizar las emisiones de carbono. Además de los beneficios ambientales, tales como regulación del ciclo hídrico, captura de carbono y liberación de ocígeno, emisión de partículas para precipitaciones locales, por mencionar algunas, estas plantaciones tienen un fuerte impacto positivo sobre la economía del país, tanto en sus aspectos financieros como sociales.
A esta medida hay que agregar otras como el uso más racional del agua (a través de programas para la implementación de riego tecnificado en la agricultura y con la masificación de sistemas de cosecha de aguas lluvias), el efectivo control de las micro cuencas, bonificación al no pastoreo, incentivo al cuidado de áreas silvestres protegidas, campañas de prevención de incendios forestales, programas de recuperación de tierras degradadas en zonas desérticas, estimulación de precipitaciones con sistemas naturales y artificiales, instauración de un Sistema Nacional de Riesgo Climático y creación de un Sistema Nacional de Aguas Protegidas, además de un necesario mejoramiento de la Gestión Ambiental.
Este 17 de junio es el Día Mundial contra la Desertificación y la Sequía. Aprovechémoslo para discutir y promover medidas tendientes a que cada vez tomemos más conciencia de su importancia. Se acaba el tiempo de las lamentaciones, llegó el tiempo de la acción y de parar y hacer retroceder el desierto en Chile.
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Miércoles, Junio 17, 2009 Puedes seguir la respuestas a través de este RSS 2.0 feed. Puedes dejar una respuesta, o puedes hacer trackback desde tu propio sitio.