La estrategia es un atributo que concedemos con demasiada facilidad a la política, porque así nos resulta más sencillo explicar las conductas partidarias. Pero por lo general la política actúa por instinto, a impulsos de tácticas cortoplacistas o, simplemente, como respuesta obligada frente al comportamiento del oponente. Tanto la segunda legislatura de Aznar como la primera de Rodríguez Zapatero evidenciaron que el poder gubernamental persiguió distanciarse de la oposición desde una actitud implacable hacia el aspirante. Pero ambos períodos demostraron que para desarrollar una estrategia hay que contar con poder suficiente. Incluso para aplicar tácticas dirigidas a que el adversario extreme sus posturas y desaloje el centro sociológico. En la pasada legislatura Gobierno y PSOE orientaron sus esfuerzos a dar carta de naturaleza a la «derecha extrema» para así lastrar las expectativas del PP de Rajoy. Esfuerzos que tuvieron éxito porque el oponente no contaba con el poder necesario para definir una estrategia propiamente dicha; ni siquiera para defenderse evitando errores.
Sin embargo, la estrategia que se le supone al Gobierno de Rodríguez Zapatero está evidenciando sus límites; hasta el punto de que se basa sustancialmente en la debilidad del Partido Popular a la hora de postularse como alternativa. Aunque esta debilidad se ve compensada por el escepticismo y la pérdida de credibilidad que ensombrece la acción de gobierno. Rodríguez Zapatero lleva unas cuantas semanas tratando de imprimir un ritmo nuevo a esa acción, para lo que comenzó remodelando el Ejecutivo. Pero ni eso ni las medidas anunciadas frente a la crisis en su intervención inicial del debate sobre el estado de la nación, ni el pulso frente a Rajoy -en el que, según el CIS, sacó a éste una diferencia de 23 puntos- parecen suficientes para que el PSOE se desembarace de la sombra que la proximidad demoscópica del PP sigue proyectando sobre sus pasos. Ni siquiera el anuncio del libre acceso a la píldora del día después en vísperas del debate o la aprobación en el último Consejo de Ministros de la reforma legislativa en materia de aborto consiguen provocar en el PP la reacción extremada que hubiesen suscitado en la pasada legislatura. Por otra parte, los efectos políticos de la crisis actúan de forma ambivalente, porque revelan las dobleces del Gobierno pero también las insuficiencias de la oposición.
La semana próxima dará comienzo la campaña de las elecciones al Parlamento europeo. Unos comicios que se presentan reñidos, y que podrían conducir, en un clima inevitablemente abstencionista, a la victoria popular sobre los socialistas. Aunque las sensaciones varían a cada momento, parece claro que lo acontecido en los últimos días, incluido el lastre que para los populares está representando el caso Gürtel, permite pensar en que una eventual victoria popular en las europeas no tendría la fuerza suficiente como para cambiar la tendencia y apuntar hacia la derrota del socialismo de Rodríguez Zapatero en las próximas generales. Entre otras razones porque la desafección que el presidente es capaz de suscitar entre sus aliados de la pasada legislatura no sitúa a éstos al lado del PP más que como hipótesis para un futuro remoto.
En cualquier caso, la política española soporta las consecuencias de una crisis económica que erosiona la credibilidad del Gobierno, cuestiona la solvencia del primer partido de la oposición y empequeñece el papel de las demás formaciones. No parece que la recesión pueda hacer tambalear los actuales equilibrios partidarios, sino que seguramente favorece la continuidad de los existentes. Pero es la política en su conjunto la que pierde cuando más necesaria resultaba y cuando más espacio le ha cedido el mercado. La política puede reducirse a la comunicación en tiempos de bonanza. Pero en tiempos de incertidumbre esa reducción se convierte en una ofensa para la ciudadanía. Ni el gobierno parece dispuesto a una evaluación rigurosa de los efectos de las medidas adoptadas a lo largo del último año, ni la oposición se muestra capaz de expresar su parecer crítico de manera pormenorizada y señalando las fallas de la actuación gubernamental. Esta falta de evaluación pública de la acción política en materia económica y social puede soportarse en años de crecimiento, pero en tiempos de recesión justifica que la sociedad dé la espalda a sus representantes. Si el propósito socialista es reducir la política a comunicación y jalonar las comparecencias públicas con anuncios de medidas cuya eficacia no es verificable, o cuyos efectos están sujetos al cruce de opiniones sin rigor, el Gobierno de Rodríguez Zapatero precisará de mucho más poder del que posee para que su propósito cuaje como estrategia.
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