Perdiendo nuestra ventaja competitiva
Cristina Bitar
En los últimos años hemos retrocedido en términos relativos respecto de nuestra región. La audacia para ir delante del continente se ha perdido. Ya no somos los primeros en bajar regulaciones; al contrario, nuestra discusión gira en torno a subirlas en todos los ámbitos; no bajamos la carga tributaria; la corrupción tiende claramente a aumentar, y la inversión extranjera ya no nos ve como el primer destino. Perdemos liderazgo precisamente cuando el cobre nos hace cada día más ricos.
Las ventajas competitivas de las cuales no sentíamos más orgullosos en el pasado las hemos perdido. Sólo a modo de ejemplo, demos una mirada a algunos países del continente: Brasil, el gigante sudamericano, tiene un mercado interno enorme, el Presidente Lula ha hecho una gestión pragmática y ha destruido todos los temores que giraban en torno a él, trayendo como resultado un país que avanza sostenidamente.
Colombia, otro gigante sudamericano, ha logrado avanzar en su lucha contra el narcotráfico y la guerrilla, ha vuelto a ser un país atractivo para la inversión extranjera y, de hecho, son muchas las empresas chilenas que hoy tienen presencia en la tierra del café. Perú se ha transformado en un gran país para la inversión en general, y en especial en el área minera: mientras en Chile se imponen leyes de subcontratación y se queman buses con amenazas de agitación laboral sobre el sector, nuestros vecinos del norte desarrollan proyectos gigantescos en esta área. Incluso Argentina, a pesar de todos sus problemas políticos, crece sostenidamente.
Me da pena ver lo que hoy nos pasa. Estamos perdiendo la única ventaja competitiva que nos queda en la región. Antes nos destacábamos por materias económicas pero hoy sólo nos mantiene mejor nuestra estabilidad jurídica, institucional y la falta de corrupción, y eso se nos está derrumbando. Recuerdo bien que en la década de los ochenta se marcó el despegue de nuestro país en América Latina. La opción por una economía social de mercado, con equilibrios macroeconómicos, permitió a Chile ganar terreno precisamente en una época que, para el resto del continente, fue una década perdida.
A la definición del modelo económico siguió después el consenso en la democracia como sistema, que permitió agregar la estabilidad política al crecimiento. Lo anterior se sumó, además, a una cualidad muy escasa al sur del Río Grande: la seguridad jurídica e institucional. Así, Chile se convirtió en el tigre sudamericano y su liderazgo regional era una verdad indiscutida.
Hoy, en cambio, el debate en Chile se vuelve mediocre. Nuestros temas son las crisis: de corrupción, de gestión en educación, energética, del Transantiago, de la justicia de familia, y un largo etcétera. Es indiscutible que el personaje más destacado en el último tiempo en Chile es el contralor. Más allá de sus indiscutibles méritos, ello es una demostración de que algo anda mal en nuestro país.
Nos ha invadido un conformismo perverso: nos conformamos con un crecimiento mediocre, nos conformamos con la riqueza que genera un precio del cobre que no es en nada mérito nuestro, nos conformamos con glorias pasadas. Chile necesita un remezón fuerte, nuevos equipos y nuevas ideas que se atrevan a dar pasos audaces.
Espero que podamos tener la valentía de hacerlo, pero tenemos que levantar la vista, mirar lo que está pasando en nuestro barrio y en el mundo y así volver a tomar medidas corajudas que nos permitan dar un salto y lograr otra vez compararnos con los líderes, soñar en grande y demostrar de nuevo que somos los tigres de América Latina y ojalá del mundo. De lo contrario, seremos no sólo de segunda, sino de tercera categoría.
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