RAFAEL RAMOS / LA VANGUARDIA
A rey muerto, rey puesto. Los primeros días de Gordon Brown en Downing Street 10 han reflejado con devastadora crudeza el contraste entre su fortuna política y la de Tony Blair, entre la curva ascendente de un nuevo Primer Ministro británico con la carrera por delante y dispuesto a comerse el mundo, y un predecesor parapetado ante el aluvión de críticas a su nuevo papel como mediador en Medio Oriente, y que ha sido interrogado por tercera vez por Scotland Yard por el escándalo de la venta de título nobiliarios.
Brown es como un adolescente ilusionado que por fin ha volado del nido y cuyo éxito o fracaso depende de sí mismo, mientras que Blair ha pasado con la rapidez de un rayo de la Tercera Vía a la tercera edad de la política, de la cima del poder al circuito de conferencias, a pesar de tener tan sólo 54 años.
El nuevo Premier no puede desentenderse de las decisiones colectivas del anterior Gobierno, como la guerra de Irak, ni romper el manual que ha permitido al Partido Laborista ganar las tres últimas elecciones. Pero con el nombramiento de su primer Gabinete ha marcado claramente distancias, aunque sea más en la forma que en el fondo.
"Algo debe cambiar para que todo siga igual". Brown podría hacer suyo el lema lampedusiano, porque refleja a la perfección el espíritu con que se ha aposentado en Downing Street 10 y que la mayoría de analistas del país consideran esencial para que salga airoso de su gran prueba de fuego, el duelo frente al conservador David Cameron en unas elecciones que aún no tienen fecha y que lo mismo podrían apurarse hasta la primavera del 2010 que adelantarse al 2008, según dicten los instintos y las encuestas.
PREMIOS Y CASTIGOS
La composición del primer Gobierno, los primeros gestos y las primeras declaraciones de Brown han echado una mano de pintura sobre la cascada de un régimen agotado, que había perdido la frescura y la aureola de invencibilidad hasta el punto de resultar aburrido.
Una mujer - Jacqui Smith- al frente del delicadísimo Ministerio del Interior y la lucha antiterrorista, el secretario del Foreign Office más joven desde David Owen - David Miliband-, la decapitación de once ministros del anterior gabinete en una especie de noche de los cuchillos largos que ha teñido de rojo las aguas del Támesis bajo el puente de Westminster.
Por la Bastilla londinense rodaron las cabezas de aliados de Blair como John Reid, Margaret Beckett, lord Goldsmith (el ministro de Justicia que legalizó la invasión iraquí), Hillary Armstrong, John Prescott y Patricia Hewitt, pasadas expeditivamente por la guillotina brownita.
El sucesor de Blair tiene fama de ser un hombre de grandes amigos y grandes enemigos, que exige lealtad incondicional y ve fantasmas tras las esquinas. Brown ha formado un Gobierno políticamente ecléctico que premia a quienes le apoyaron en su campaña para Premier y castiga a quienes se aliaron del lado de Blair en el pulso que mantuvieron por el poder.
Los ejemplos más claros son Miliband, que renunció a sus propias aspiraciones de liderazgo para secundar al nuevo Jefe del Gobierno, y Jack Straw, hábil estratega que cambió de bando mientras estaba a tiempo y ha sido recompensado con la cartera de Justicia.
El Primer Ministro no puede criticar a Blair, pero ha volcado en sus subalternos toda la rabia contenida de los años que se pasó esperando un turno que no acababa de llegar, relegado a un papel secundario, retorciéndose de ira de pensar que Tony le había garantizado el relevo después de como máximo dos mandatos, para renegar de su promesa con premeditación y alevosía.
CAMBIO COSMÉTICO
Nuevas caras, nuevo estilo, el propósito de renunciar al control obsesivo del flujo informativo y tenerlo todo atado y bien atado, el deseo de recuperar la confianza de los votantes en las instituciones de Gobierno, la renuncia a la cultura de la manipulación crónica. ero en el fondo, la idea de que todo cambie para que nada cambie, porque
Brown es el primer convencido de que el desplazamiento del Laborismo al centro del tablero político le ha permitido ganar la batalla de las clases medias, y captar votos irrenunciables.
El nuevo líder británico va a poner tierra por medio respecto al culto a la fama y el dinero que ha salpicado a Tony Blair con sus vacaciones gratis en casa de Silvio Berlusconi y Cliff Richards, a las corruptelas y escándalos de conflicto de interés que les costaron los cargos a Peter Mandelson y David Blunkett, al abuso de poder que desembocó en una investigación aún no concluida de Scotland Yard sobre la venta de títulos nobiliarios a cambio de donaciones al partido oficialista.
Pero en el fondo es el cofundador de una Tercera Vía que consiste en la culminación del thatcherismo con mecanismos de ajuste social para responder al desafío de la globalización, y es absurdo pensar que pueda renunciar a ella.
Los especuladores londinenses, con sus desproporcionados bonus y cuentas en las islas Caimán, duermen muy tranquilos. Lo último que se le ocurriría al ex canciller es ahuyentar a los banqueros, analistas de riesgos y corredores de bolsa de todas las nacionalidades que han cambiado Wall Street por el Canary Wharf y convertido Londres en la capital financiera del universo.
Y menos aún a los millonarios rusos y árabes que lucen sus obscenas fortunas por las calles del exclusivo barrio de Chelsea con la vulgaridad de los nuevos ricos.
Brown sabe que no puede subir los impuestos directos, pero va a seguir aumentando la fiscalidad indirecta; va a presumir de la ausencia de cesantía, pero va a continuar patrocinando un Estado paternalista que da empleo a un 40% de los británicos y subvenciona a una de cada tres familias; va a permitir que los críticos de la guerra de Irak se manifiesten frente al Parlamento, pero va a mantener las tropas en ese país y en Afganistán; va a prometer el respeto a las libertades civiles, pero va a intentar que la Cámara de los Comunes aprueben el aumento a noventa días del plazo de detención sin cargos de los sospechosos de terrorismo.
El nuevo Primer Ministro ha barajado las cartas, creado nuevos ministerios, colocado a hombres de negocios como asesores gubernamentales y sacrificado a los símbolos del antiguo régimen con la firmeza y rotundidad propia de las ocasiones.
Habla de "nuevas prioridades" pero en realidad son las mismas que las de Blair (sanidad, educación, ley y orden). Promete "hacerlo lo mejor posible", pero es lo mínimo que se espera de un líder. Por ahora sólo el estilo es distinto, con menos énfasis en el empaquetado y más en