El terrible terremoto del 27 de Febrero ha destruido cuanto se podía destruir y ha asolado cuanto se podía asolar; y cuando se hablaba con gran optimismo de salir definitivamente del subdesarrollo y de las grandes capacidades económicas de Chile, nos viene este violento llamado a la humildad, este aterrizaje forzoso a la cruda realidad: en realidad somos infinitesimales y absolutamente impotentes ante las fuerzas de la naturaleza.
Este terremoto nos ha dejado en evidencia. No todo lo que brillaba era oro; no éramos tan buenos; no somos tan poderosos; no es tan eficiente el desarrollo tecnológico; no basta con tener un poco más de dinero. Llegado el momento, tanto oropel no sirve para nada.
Ha sido un desastre de magnitudes enormes y hay que ponerse, manos a la obra, a reconstruir.
Cuando Gabriela Mistral describía a los pueblos hispanoamericanos, definió a Chile como "una voluntad de ser", refiriéndose precisamente a que el carácter del chileno está templado por los embates de la naturaleza.
Pero, ¿qué reconstruir? Obviamente hay que reconstruir todo lo material que se perdió: casas, colegios, edificios, iglesias, caminos, puentes, puertos, lanchas pesqueras, etc. Pero claramente eso no basta.
En efecto, también el terremoto ha dejado en evidencia la crisis moral que venimos arrastrando desde hace muchos años, diría yo desde mediados de la década de los sesenta, acentuada hasta el extremo en los últimos veinte años.
Es que desde mediados de la década de los sesenta comenzó una labor de rompimiento intencionado del alma nacional, cuando subrepticiamente al principio y abiertamente después, se fue inculcando una lucha de clases. Clases económicas, al principio, para ir derivando en la destrucción de la sociedad familiar, primero; y política, después. Así, se habló de Promoción Popular, primero; luego, de Reforma Agraria, llevada a cabo con la mayor odiosidad política imaginable; más tarde, de revolución con vino tinto y empanadas, que en realidad era de cordones industriales, armamento en manos del pueblo, torturas a los disidentes, control total de la economía e intento de control total de la educación. Todo eso produjo un ambiente de odio que, todos los que hoy tienen más de 55 años no pueden dejar de recordar. Violencia en las calles, en los colegios, en las universidades, en las empresas.
Nos encaminábamos derechamente a una guerra civil, cuando las Fuerzas Armadas, llamadas por el Poder Legislativo, el Poder Judicial, la Contraloría General de la República y una proporción enorme de la ciudadanía, pusieron término a la tiranía del gobierno de Allende (y digo tiranía con propiedad, porque claramente había caído en ilegitimidad de ejercicio) y comenzaron a reconstruir el país.
Recuerdo que, en cuanto se pacificó el país, las autoridades del Gobierno Cívico-Militar llamaron a la reconciliación nacional. En esa oportunidad, a mí me pareció un bonito gesto; pero lo encontraba superabundante, porque en verdad, los que habíamos sufrido todo tipo de vejámenes desde finales del gobierno de Frei padre en adelante, cuando vino el Pronunciamiento Militar y volvió el orden, inmediatamente sentimos la paz en nuestros espíritus y se nos terminó el odio que la lógica del enfrentamiento había ido produciendo. Claro, era bastante joven e ingenuo y no se me ocurrió en el momento pensar en que los que aún defendían los "logros" de la Unidad Popular, no habían pacificado sus espíritus, sino por el contrario, se habían dedicado a acrecentar el rencor. Voluntaria o forzadamente, por razones que nos del caso analizar ahora, recorrieron el mundo y conocieron el socialismo europeo, tan marxista como el suyo; pero de praxis soterrada, de estrategias ajedrecísticas y de talante liberal.
Se renovaron por afuera. Les gustó ganar dinero, tener buenas casas, vestirse bien, poner a sus hijos en buenos colegios; pero por dentro, seguían siendo marxistas. Claro que unos marxistas muy hábiles, dedicados a la revolución cultural. Ya no predican la lucha de clases o, al menos, no tan abiertamente. Se dedican a combatir al cristianismo, para desprestigiarlo y reducirlo, en la medida de lo posible, al ámbito de lo estrictamente privado; se ridiculiza el culto y la devoción. También se dedican a destruir la familia: lucha de clases entre marido opresor y mujer oprimida, luego, hay que introducir el divorcio; lucha de clases entre padres e hijos, luego, los niños a las manos del Estado, desde la más tierna infancia: jardines infantiles, ojalá obligatorios; contenidos mínimos, objetivos transversales, etc. ¡Ah! Y el "interés superior del niño", que permite a cualquiera meterse en la vida cualquier familia, para privar a los padres de su autoridad. Por cierto, el principio de autoridad ha sido sistemáticamente minado, desde 1990 hasta la fecha. Padres sin autoridad, porque se les ha reducido la suya y porque, además, no quieren ejercerla, pues es más cómodo. En realidad, padres que ni siquiera quieren serlo y que, además, son sólo progenitores, porque tampoco quieren formar familia; profesores sin autoridad, porque los han privado de ella o la han perdido, por su falta de profesionalismo; Fuerzas Armadas y Policías, sin autoridad, porque si la ejercen, pues ¡a retiro! a paso redoblado. Lo mismo ocurre con la lucha de clases que se ha inventado entre etnias autóctonas y descendientes de españoles y otros europeos. Por otra parte, lo único importante es "pasarlo bien"; y eso significa gozar sin frenos de los placeres del mundo: dinero para comprarlo todo y a todos, libertinaje sexual, etc. En definitiva, materialismo.
Párrafo aparte merece el complejo antimilitarista de estos socialistas renovados que conforman o conformaban la "Concertación de Partidos por la Democracia", que va desde ir privando a las Fuerzas Armadas sistemáticamente de las atribuciones que les confería la Constitución, hasta la reforma que hemos visto en estos días que, quiera Dios me equivoque, las llevará a su politización total, pasando por cosas tan ridículas como terminar con las tradicionales bandas de los colegios o sacar el retrato del General Baquedano de la estación del Metro "Plaza Baquedano". Mucho se ha escrito ya del verdadero trauma que produjo en esferas de Gobierno el hecho de tener que recurrir a la declaración del estado de catástrofe para pacificar a las hordas post terremoto, lo que era absolutamente necesario y a lo que siempre en la larga historia sísmica de Chile se había recurrido.
Entonces, hay otra reconstrucción, mucho más importante que la primera. Es urgente la reconstrucción material; pero no habrá real reconstrucción, si no se reedifica el alma nacional, de acuerdo a los cánones tradicionales.
Así como el terremoto ha dejado en evidencia nuestra debilidad estructural para resistir un sismo de la envergadura del recientemente acontecido, dejó también en evidencia la aguda crisis moral que el derrotero precedentemente descrito ha producido en nuestra patria.
Efectivamente, se nos ha introducido la cultura del "todo vale", con tal de tener lo necesario para "pasarlo bien", en el sentido a que antes nos hemos referido. Entonces, todos estamos llenos de derechos; pero no se cumplen los deberes correlativos; y, sobre todo, nada es bueno o malo en sí. Todo "depende". Esto es lo que se llama relativismo moral, que lleva a justificar toda conducta inmoral, en la medida que al que la ejecuta le convenga.
También, dentro de esta misma lógica, está la permanente demagogia publicitaria de las autoridades de gobierno. Es que también "todo vale", para conservar el poder; y ojo, que estamos viviendo un cambio de gobierno; pero no tengo tan claro que vayamos a presenciar un cambio en las estructuras de poder, porque designaciones de última hora parecen querer dejar todo "atado y bien atado" y porque hay demasiados organismos de la "sociedad civil", como le gusta decir a la ex Presidenta, "empoderados", palabreja que también le encanta. Capaz que nos toque ver a un nuevo gobierno sin suficiente poder.
¿Cómo reconstruir entonces el alma nacional?
En primer lugar, con una verdadera reconciliación. Ya basta de odios y venganzas, que no hacen más que reflejar que la dura historia de los últimos cincuenta años no ha servido para nada. No puede seguir habiendo un grupo que odia a quienes detentaron el gobierno y el poder entre 1973 y 1990; no puede seguir existiendo un grupo que tenga que seguir sufriendo toda suerte de iniquidades, para el cual no hay Justicia, "ni perdón ni olvido".
Ya no es tiempo para este fraccionamiento de nuestra sociedad. Al final, formamos una sola nación en un solo territorio y necesitamos unas mismas y únicas normas de convivencia, un solo derecho y una sola justicia. Espero que el abrazo entre la ex Presidenta y el nuevo Presidente refleje una real reconciliación y una real pacificación de los espíritus.
Entonces, se podrá recuperar a nuestra familia, es decir, a la familia tradicional, con marido y mujer, dedicados a tener hijos y a educarlos en principios y bienes espirituales y morales sólidos. Se podrá recuperar nuestra educación, con profesores sabios, que tengan la alegría de transmitir sus conocimientos a alumnos estudiosos, con alegría de aprender. Se podrá recuperar la tradición de gobernantes preocupados de alcanzar y distribuir el bien común y no de perpetuarse en el poder. Entonces, no veremos más al pueblo transformado en delincuentes y saqueadores, no veremos más autoridades recibiendo sobresueldos; no veremos más empresarios incentivando a empleados públicos para ganar una propuesta; no veremos más edificios que se caen porque no se cumplieron las normas o no se hizo un buen estudio de mecánica de suelos, o no se puso el suficiente fierro o cemento.
Todo parte, entonces, por una verdadera y profunda reconciliación entre quienes fueron rivales políticos en las cuatro últimas décadas. Un sector hace ya tiempo está reconciliado; pero al otro, lo estamos esperando.