Vivimos una nueva elección en EE.UU. Y digo vivimos, porque los resultados y tendencias que se manifiestan en ese proceso tienen una enorme influencia en la política mundial y nos afectan a todos.
La tendencia dominante en las primarias del Partido Demócrata ha sido el rol de la identidad, porque Hillary Clinton y Barack Obama representan mucho más que una candidatura: son emblemas. Ella podría ser la primera mujer presidenta y él, el primer mandatario negro. Ella es percibida como la culminación del movimiento feminista y él, como el representante de los derechos civiles, temas emblemáticos en EE.UU. durante el siglo XX.
Sin embargo, hay algo que no estaba en el horizonte de esos movimientos: la forma como se están enfrentando mutuamente para obtener la nominación. Las duras descalificaciones entre Barack Obama y Hillary Clinton -que fueron disimuladas en el último debate con sonrisas y humor- se deben a que ya no tienen un rival común, como eran considerados los WASP (White-Anglo Saxons-Protestant), es decir, los blancos anglosajones cristianos protestantes que han dominado la elite intelectual y económica en EE.UU.
Hoy los dos candidatos demócratas no se enfrentan a ese grupo dominante que ya no cuestiona lo que ellos representan, sino que compiten entre sí. Es un choque muy fuerte en el que cada uno cree tener mejor representatividad moral para el cargo. Ambos parecen olvidar que no se trata de una elección sobre minorías, razas, géneros, sino de un individuo que deberá presidir una nación heterogénea con gran influencia en un mundo globalizado.
El tema de las oportunidades fue siempre importante en esa nación, que surgió con la llegada de minorías religiosas perseguidas en Europa. Por eso para los laboriosos colonizadores las ideas libertarias fueron constitutivas de su proyecto nacional. Con el tiempo, sin embargo, esas minorías originales europeas conformaron el establishment frente al cual los negros y las posteriores minorías tenían que abrirse paso a través de los movimientos de derechos civiles.
Pero eso ya se logró en el siglo XX. Uno esperaría hoy del debate en la principal democracia del mundo un planteamiento más moderno y visionario. La juventud de EE.UU. está perdiendo la oportunidad de saber de sus líderes cómo mantener la confianza en el "american way of life", cómo hará EE.UU. para superar su déficit económico, cómo recuperará competitividad, cómo mantendrá su liderazgo en el siglo XXI y cómo transmitirá al mundo una renovada confianza en esa potencia rectora, que tan alterada tiene a la economía mundial con sus erráticas señales.
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Rodrigo González Fernández
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