Amor al trabajo bien hecho
Cristián Larroulet
Director Ejecutivo Libertad y Desarrollo
Agosto es el mes de la solidaridad; por ello me parece relevante que se haya producido precisamente ahora un debate ético y económico en torno a temas centrales como el salario, el empleo, y en general el desarrollo. Hace justamente 20 años nos visitó Juan Pablo II y en esa oportunidad pronunció un discurso en la Cepal que es una fuente iluminadora para el actual debate. En primer lugar el Papa hizo un llamado al trabajo conjunto de los sectores público y privado para abordar los temas de la solidaridad y el desarrollo. Esa necesidad de colaboración tenía muchos fundamentos, siendo el principal "el que los pobres no pueden esperar". Respecto al papel de la empresa, fue categórico: "el desafío de la miseria es de tal magnitud, que para superarlo hay que recurrir a fondo al dinamismo y a la creatividad de la empresa privada. Respecto al papel del Estado, dijo que éste "debe tener la dirección superior del proceso económico", pero "no debe suplantar la iniciativa y la responsabilidad que los individuos y los grupos sociales menores son capaces de asumir en sus respectivos campos". A propósito, una excelente noticia: el Gobierno después de años de propuestas de parte de distintos sectores ha acogido la idea de corregir los errores cometidos hace algunos años en la ley de donaciones, para ampliar las posibilidades de créditos tributarios a las personas y empresas cuando éstas se destinen a instituciones y programas que ayudan a reducir la pobreza y otros males sociales que afectan a muchos chilenos.
Y lo más relevante para el Chile de hoy es que señaló claramente cuál es la prioridad ética en materia de políticas sociales: "A las políticas de reducción del desempleo y creación de nuevas fuentes de trabajo se ha de dar una prioridad indiscutible" agregando que hay una "razón profundamente moral de esta prioridad del máximo empleo". Sus palabras nos iluminan respecto al salario justo. Este tiene que ser el que permite a cada ser humano las máximas posibilidades de trabajo. Si ellas no satisfacen un nivel de mínima dignidad, corresponde al Estado en su rol subsidiario complementarlo.
Esos principios deben ser aplicados a la realidad. Afortunadamente el país posee la capacidad técnica para apreciar qué se puede y conviene hacer en materia de políticas públicas concretas. Así por ejemplo, podemos estimar el impacto de imponer por ley un salario mínimo de 250 mil pesos, como se ha sugerido por considerárselo justo. Contrario a lo que una gran mayoría cree, esa política empeoraría la distribución del ingreso, principalmente producto del desempleo que produciría. En efecto, el índice de Gini que se utiliza para medir distribución del ingreso se deterioraría en 0,30 puntos porcentuales.
Otro antecedente iluminador que hay que considerar es que el actual salario mínimo hay que evaluarlo en relación con el resto de los salarios promedios del país. Cuando se hace ese ejercicio, resulta que él ya se encuentra entre los altos del mundo. Así es como alcanza a alrededor del 58% de la mediana salarial de nuestro país, mientras que en Francia es 60% y en Estados Unidos sólo un 32% de la mediana correspondiente.
Estamos aún muy lejos de resolver el problema del desempleo. Este sólo ha comenzado a recuperarse en los últimos meses, después de ocho años de mantención de tasas muy elevadas. Sin embargo, todavía la participación de personas en la fuerza de trabajo sigue siendo muy baja. Hoy sólo seis de cada 10 chilenos en edad de trabajar lo hacen, mientras en países desarrollados lo hacen alrededor de ocho personas. Pero eso no es todo; también hay que mejorar la calidad de los empleos. Desde la perspectiva de las políticas públicas hay sólo dos instrumentos que permiten dar más y mejor trabajo.
El primero es el crecimiento económico. Es prioritario desde la perspectiva de la moral social volver a hacer que la economía chilena crezca al 7% anual. Lo hicimos entre 1987 y 1996 a una tasa de 7,9%; por lo tanto, no podemos conformarnos con el menguado nivel de 3,9% que logramos entre 1997 y el año pasado. El segundo es la educación y la capacitación, la cual debemos priorizar en cobertura y calidad. En suma, crecimiento económico y educación nos permitirán más y mejores empleos, para así hacer realidad el objetivo de tener un país más justo. Las autoridades y líderes del país en todos los planos tienen el deber moral de priorizar esas metas y promover los instrumentos adecuados para ello. Asimismo, no deben sumarse a quienes fomentan las ilusiones y los populismos. No hay atajos para el progreso. Como nos dijo Juan Pablo II, éste se conquista valorando las virtudes morales que lo hacen posible y que se resumen en "el amor al trabajo bien hecho".
Rodrigo González Fernández
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