El nombramiento del ministro Viera-Gallo como coordinador de asuntos indígenas es una oportunidad para revisar la estrategia seguida hasta ahora en esta materia y adoptar otra distinta, que se haga efectivamente cargo de este apremiante problema y permita dejar atrás las desconfianzas que han caracterizado el proceso de reparación a los pueblos originarios. Por supuesto, cabe precisar, en primer lugar, si corresponde esa reparación. Es un asunto debatible, pero el sentimiento nacional parece apoyar esa moción: una encuesta del Centro de Estudios Públicos de mayo de 2006 estimaba en 79 por ciento la población no mapuche que apoyaba ese proceso. Por cierto, las formas específicas de reparar suscitaban menos acuerdo, probablemente por la complejidad de un problema que muy pocos dominan en su integridad.
Son dichas formas, pues, las que requieren mayor debate y parece importante distinguir entre aquellas que suponen un reconocimiento a la cultura y las que pretenden mejorar las condiciones económicas de los pueblos originarios. La política de tierras ha sido hasta ahora sólo lo central, y 670 mil hectáreas se han traspasado ya a las comunidades mapuches. Sin embargo, esas tierras no han aumentado su productividad, y en algunos casos la han disminuido fuertemente. A eso se suma que la política específica elegida crea efectos perversos, porque incentiva el uso de tomas y actos violentos para acelerar la transferencia a determinadas comunidades. Un estudio de Libertad y Desarrollo ha estimado que la entrega de tierras ha ocurrido con mayor frecuencia en comunidades en las que impera la violencia, en tanto que en algunas zonas sin ese comportamiento no se ha dado tal traspaso. El mensaje es evidente.
Además, las promesas públicas de asignación territorial originan especulación y aparición de intermediarios, en muchos casos con conexiones con el poder comprador, que elevan artificialmente los precios de los terrenos.
Con todo, la peor deficiencia de esta política es que no ha contribuido a elevar la calidad de vida de los mapuches, impulsando demandas adicionales por tierras. En gran medida, dicha política no ha funcionado porque quiere reproducir un modo de producción obsoleto, cual es la propiedad comunitaria. Se argumenta que eso está en la cultura mapuche, pero se olvida que hace 500 años muchos pueblos en todo el mundo compartían esa manera de organización económica, pero la abandonaron voluntariamente por su ineficiencia. "Fosilizar" a los mapuches en un modo de producción ineficiente es no entender que las culturas evolucionan, como en su momento ocurrió en otras regiones del planeta. Esa mirada pretende que la política pública actual se impregne de la visión arcaica que era propia de entonces, aunque no tenga sentido en el presente.
Frente al fracaso de esta política se habla ahora de conferir algún grado de autonomía al pueblo mapuche —de nuevo enfatizando el pasado— o de iniciativas que van en parecida dirección, como un "Parlamento Indígena". Esta aproximación ignora que, según la mencionada encuesta del CEP, el 78 por ciento de los mapuches aspira a mayor integración antes que a más autonomía.
Ciertamente, hay una demanda por reconocimiento de la identidad, que se identifica en primer lugar con la lengua. Poco se ha hecho en el sistema educacional para permitir que ésta se desarrolle y, en general, se respete en el país la cultura de los pueblos originarios, y es alta la posibilidad de que todo ello se pierda. Una estrategia que promueva el reconocimiento tiene mucho más potencial que las seguidas hasta ahora. También las tierras ayudan a fortalecer la identidad mapuche, y quizás las entregas deben ser continuadas, pero no son una solución al problema económico, sobre todo si predomina el arcaico enfoque de propiedad comunitaria. Para este problema se requieren políticas muy distintas. Alimentar expectativas asociadas a la distribución de tierras en su forma actual es un error que debe ser urgentemente corregido.
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Rodrigo González Fernández
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