Análisis político
El parlamentarismo bastardo
Aunque las acciones políticas posibles aún no se llevan al extremo, todo indica que sus formas críticas están madurando rápidamente en las acusaciones constitucionales, la intervención de terceros poderes como el Tribunal Constitucional o la Contraloría General en actos de gobierno por incitación parlamentaria o, simplemente en la judicialización de la política por denuncias de congresistas.
Por Santiago Escobar
Parte importante de la elección presidencial actual y del equilibrio institucional del régimen político depende de los resultados de la contienda parlamentaria del próximo mes de diciembre. Sin lista parlamentaria, la voluntad real de competición por controlar el gobierno y desarrollar un proyecto por parte de los candidatos presidenciales no existe, o sólo existe como un acto meramente testimonial.
Lo anterior proviene de la constatación fehaciente de que hace rato se ha instalado un modelo de funcionamiento político en el cual la mayoría parlamentaria es un factor de poder real de gobierno mucho mayor que el que le atribuyen formalmente las leyes. Su elemento constitutivo está en los partidos políticos nacionales que controlan la dinámica de generación de candidatos, a excepción, por lo menos hasta ahora, de una que otra emergente fuerza social regional con capacidad de alterar el cuadro de los acuerdos electorales.
Los partidos han impuesto esta realidad a los candidatos presidenciales de las grandes coaliciones, los que hasta ahora habían tenido la capacidad de influir en el orden parlamentario. Pero cada vez más han sido marginados de esa decisión, la que ha desnudado una gran competición al interior de las coaliciones y de los propios partidos, muy lejos de los fines de representación que debieran expresar, y como una cruda lucha por el poder.
Ello no significa que los candidatos presidenciales no sepan o no puedan aquilatar el valor de contar con una lista parlamentaria potente. Lo que ocurre es que en un sistema de coaliciones electorales, el orden político pasa por acuerdos casi microsociales, y ellos no tienen ninguna capacidad real de incidir en los hechos, incluso si se lo propusieran.
Tal situación, unida al binominalismo electoral y sus mayorías precarias, y al sistema de quórum calificado para una enorme cantidad de materias, ponen al Ejecutivo de manera cotidiana frente a un parlamentarismo de hecho, y en la disyuntiva de tener que buscar apoyos legislativos más allá de la coalición electoral que lo eligió.
Esta lógica, que implica la necesidad de validar el poder del gobierno frente a cada circunstancia o acto, tengan o no implicancias legislativas, y que fuera reforzada por la reforma constitucional del año 2005, ha derivado en un parlamentarismo bastardo que deja al Ejecutivo cautivo del veto parlamentario. Y aunque las acciones políticas posibles aún no se llevan al extremo, todo indica que sus formas críticas están madurando rápidamente en las acusaciones constitucionales, la intervención de terceros poderes como el Tribunal Constitucional o la Contraloría General en actos de gobierno por incitación parlamentaria o, simplemente en la judicialización de la política por denuncias de parlamentarios.
Además de los aspectos de asincronía constitucional el parlamentarismo bastardo se refuerza en el timming de la política. Quien analice con frialdad las circunstancias electorales actuales deberá concluir que la elección presidencial se dirimirá en la segunda vuelta electoral. Y que parte importante de las negociaciones para tal segunda vuelta girarán en torno a la capacidad parlamentaria que exhiban los candidatos perdedores (para hacer creíble y posible el sistema de promesas o compensaciones), además de su capacidad para endosar su potencia electoral a una alianza. Si no se tiene fuerza parlamentaria la capacidad de incidir en la segunda vuelta es sólo especulación.
Ello vale para todos los candidatos presidenciales actuales aunque los involucra de una manera muy diferente en cada caso.
Para Sebastián Piñera su opción de alentar la competencia total interna entre la UDI y RN es un asunto práctico: no tiene como generar un escenario diferente. La UDI cree que su presencia en un eventual gobierno de Piñera será más fuerte mientras mayor sea su poder parlamentario. Más aún, en la tesis de Pablo Longueira, devenido en orientador doctrinario del gremialismo, el partido popular que aspira ser la UDI sólo es posible con control municipal y una fuerte representación de diputados. Si Piñera pierde, la UDI seguirá siendo factor de gobierno, y podrá seguir desarrollando su tesis del cambio con sentido social.
Las percepciones de la dirigencia de RN sobre el control político parlamentario no son diferentes y no va a hacer concesiones significativas en esa materia. Por ello, Sebastián Piñera no tiene como transformar su Coalición por el Cambio en una ordenada alianza electoral parlamentaria que ayude con cupos a los más pequeños o regule la competencia con generosidad. Su única promesa posible es cargos en el eventual gobierno, lo que dada la fluidez del escenario político, es una promesa aún lejana.
Para la candidatura de Eduardo Frei el tema es un tanto diferente. El tampoco tiene mucho espacio para incidir en las negociaciones aunque obtuvo un logro importante en la DC con el pacto por omisión con el Juntos Podemos. Lo más relevante es que va contracorriente de cómo están funcionando las cosas en su coalición. Es el único candidato con opción real de ganar que insiste en el contenido social de su candidatura. Sus constantes llamados a salir a la calle a captar las preferencias de la gente ponen un sello popular a su candidatura que lo aleja del tinte burocrático que exhiben los partidos que lo apoyan.
Por ello lo parlamentario sería una complicación mayor si Marco Enríquez-Ominami efectivamente es capaz de levantar una lista parlamentaria y consolidar, aunque sea parcialmente una fuerza política, que le permita incidir con mayor grado de autonomía y poder en la definición de la segunda vuelta electoral.
Hasta ahora el senador Frei lo ha manejado de manera impecable, pese al impasse con el senador Carlos Ominami, plenamente justificado, en torno a que los apoyos parlamentarios son un problema político y no asuntos de familia. En todos los otros aspectos ha sido prudente y respetuoso para tratar al candidato emergente, al que se ha referido sin ninguna soberbia. Al contrario de Enríquez-Ominami quien se ha concentrado en dirigir sus desafíos hacia él, en la convicción de que es el candidato que debe vencer para pasar a una segunda vuelta.
La situación afecta a Frei en la medida que le resta impulso a su campaña. Pero el dilema de fondo es para Enríquez-Ominami, quien sin lista parlamentaria es apenas un testimonio y medida de la disconformidad al interior de la Concertación o en parte de su electorado, pero no un proyecto que se sale de los moldes del sistema. Por lo tanto, pasada la primera vuelta, él desaparece y su caudal electoral pasa, de manera libre, a engrosar el de los candidatos de la segunda vuelta, preferentemente el del Senador Eduardo Frei, por la matriz de su origen.
En cambio, si levanta una lista parlamentaria y logra empalmar la adhesión que reciba con la adhesión a ella, introduce un factor de ruptura en el funcionamiento del sistema, y la eventualidad de controlar las mayorías precarias en el Congreso, todo ello independientemente de como le pueda ir a él en su elección. La prueba de la blancura está en que para hacerlo debe empezar por la elección senatorial de la Quinta Cordillera y plantearle la competencia a su padre Carlos Ominami o lograr que este encabece su lista parlamentaria.
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Saludos
Rodrigo González Fernández
Diplomado en "Responsabilidad Social Empresarial" de la ONU
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