Memoria y polític
Por Julio María Sanguinetti
( EX PRESIDENTE DE LA REPUBLICA DEL URUGUAY
Para LA NACION
La memoria de nuestros duelos nos impide prestar atención a los sufrimientos de los demás, justificando nuestros actos de ahora en nombre de los pasados sufrimientos (de la novela de S. Rezvani, La travesía de los Montes Negros)
Siempre difícil es la relación con el pasado. Los muertos gobiernan a los vivos decía Comte, en su conocida sentencia. Y así se vive, tratando de construir futuros desde el presente, sometidos al peso de un pasado que está allí, y frente al que sentimos deberes, deberes de memoria, pero también los deberes de olvido de que nos hablaba Renán, para no seguir instalados en el odio de las noches de San Bartolomé. Eterna tarea de la sociedad humana, cada tiempo y cada lugar ha vivido de un modo u otro ese vínculo, amenazada siempre por su mal uso, por su abuso, por el empleo oportunista del recuerdo, por la selección de aquel hecho que conviene evocar hoy y relegar al mismo tiempo aquel otro que no sirve al discurso de momento.
Estamos hoy, de pronto, asaltados por ese esfuerzo. Los grandes enfrentamientos entre la libertad y el comunismo en el mundo, entre la democracia y las dictaduras en nuestra América latina, han desaparecido. No subsiste ni el debate entre la economía planificada que nos daría a cada uno lo justo, cuando se ha desfondado frente a la abrumadora eficacia de la economía de mercado. Ni Lula se atreve a decir que guarda ideas izquierdistas. No hay grandes causas convocantes, que nos envuelvan y nos quiten de toda especulación. Reaparece, entonces, el debate del ser, el cuestionamiento de la identidad
y comenzamos a mezclar, nuestra visión histórica con nuestra realidad de hoy, la historia con la política, la justicia con la venganza. El intelectual discurre sobre el pasado, arrastrado ya por una marea en que el político lo usa para sus fines de hoy.
España discute una ley de memoria histórica, que abrió una ya polvorienta caja de Pandora sobre los tiempos de Franco y ahora ha dejado en solitario al partido de Gobierno que, inicialmente, la planteó para seducir a la izquierda, intentó luego dada su naturaleza alcanzar un acuerdo nacional y ahora se estrella con la paradoja de que ninguno le reconoce su mérito.
Desde la derecha, la encuentran revanchista y divisoria de España. Desde la izquierda, tímida frente a la reparación a las víctimas del franquismo. Sin embargo, la historia como disciplina, la historiografía, ha ido a fondo en el tema de la República y el franquismo, con una mirada cada día más dirigida a comprender aquella inmensa tragedia. No ha faltado, entonces, la visión histórica, que se sigue construyendo. El problema nace por otro lado: cuando el Estado quiere tomar ese pasado, celebrarlo desde su mirada particular e instaurarlo en canon oficial. Allí se reabren pasiones, reemergen heridas y lo que el tiempo había permitido mirar con más calma, se trae al presente como conflicto y no como conciliación, como problema y no simplemente como respuesta a la pregunta legítima de saber qué pasó.
Un extremo muy diferente es lo que se observa en Chile. Allí no estamos ante un pasado a evocar desde la bruma memoriosa, sino que está vivo y latente en el presente. La muerte de Pinochet ha mostrado una sociedad aún dividida, que claramente no desearía volver a los tiempos de la dictadura, pero que tampoco procuraría el retorno a una situación anterior, caótica y confusa, superada, justamente, bajo un autoritarismo implacable que cambió el rumbo de la sociedad. Allí no estamos en un real ejercicio de memoria sino en la política en estado puro. El muerto cierra un capítulo de odios y amores sobrevivientes que suenan a extraños y son muy difíciles de entender desde afuera de Chile. La democracia funciona, las instituciones se respetan. Allí están las heridas, pero seguramente no se reabrirán al doblarse la última hoja de este capítulo histórico. Apenas se habrá demorado la cicatrización de algunas, pero no más.
La Argentina, en cambio, hace rato que viene discutiendo con su pasado, con el reciente y con el fundacional, de la mano de programas mediáticos de divulgación popular inscriptos siempre dentro de la teoría conspirativa: hay que rescatar la historia que nos escamotearon, hay que revelar lo que nunca se contó, y de paso arramblar con íconos venerados, las más de las veces en nombre de oportunismos del presente. Mucho más cerca en el tiempo, resurge la historia más reciente, no ya la que controvertimos en libros sino en la pasión de hoy. Las leyes de punto final de los tiempos de Alfonsín, votadas en una turbulenta transición que reconstruyó la democracia, han cedido paso a juicios en cadena a militares sobre los delitos de los tiempos de la dictadura. ¿Es bueno derogar leyes de efecto ya consumado? ¿No es peligrosísimo relegar el Estado de Derecho al Estado de Justicia que dicta el Estado de hoy? ¿Es una respuesta a los desafíos de nuestro mundo anclarnos en ese punto?
En Uruguay nos hemos sumergido también en el debate de la historia contemporánea. El Gobierno pretende contar en escuelas y liceos lo ocurrido antes del golpe de Estado, durante él y en la salida democrática. La aspiración sería normal, si no fuera que la mayoría de los protagonistas de esos episodios están tan vivos como vivas las controversias. En conclusión, nos instalamos en la arena política y muy lejos del espacio del pasado en que transcurre la historia. Se atropella así el principio de laicidad, pues el Gobierno pretende instalar solamente una versión de ese pasado, la suya. El Gobierno ve sólo el crimen militar, amparado en la teoría de que solamente es terrorismo el del Estado, mientras los partidos fundacionales registramos los crímenes militares, que combatimos en primera línea, pero también los crímenes guerrilleros, que trajeron la violencia al país y desestabilizaron las instituciones, creando el marco propicio al exceso militar.
Por un lado se han abierto grietas a las sabias leyes de amnistía y se está enjuiciando al ex presidente Bordaberry y a su Canciller, Juan Carlos Blanco, así como a seis militares. Paralelamente, se produce ese aleccionamiento educativo en que se olvida que la izquierda se subió al golpe militar en febrero de 1973, pensando que predominaría el sector entonces llamado peruanista (inspirado en el régimen populista del general Velasco Alvarado), cuando la báscula se inclinó hacia el otro lado, y militares de derecha le reprimieron abusivamente. La transición democrática, ejemplar y pacífica, construyó una verdadera paz. ¿Basada en el olvido? No, en el perdón. Y en el perdón general; porque las amnistías son para todos cancelando, una etapa, como hizo España en su tiempo o no son nada, si perdonamos a unos y condenamos a otros.
Mientras tanto, los pobres siguen pobres, la desocupación persiste, el mundo capitalista vive la expansión mayor de su historia y el Asia se lleva inversiones que nos permitirían entrar al banquete de la prosperidad. Como escribió no hace mucho Abel Posse la violencia de los muertos acecha la paz de los vivos. ¿Que una cosa no excluye la otra? Puede ser. Pero cuando la pasión está volcada a juzgar hacia atrás, cuando cotidianamente vemos el dedo acusador en la pantalla televisiva que nos gobierna a todos, lo dudamos. La madurez es un debate sobre el hacer, que deja atrás la duda adolescente sobre el ser. Da la impresión de que nuestros interrogantes se deslizan más sobre este escenario, lleno de emociones y de dudas, mientras el horizonte dibuja los edificios que otras manos construyen.
El autor fue presidente del Uruguay.
RODRIGO GONZALEZ FERNANDEZ
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